sábado, 2 de diciembre de 2006


CARICIA, 1932.

GIACOMETTI, MOORE.
O de cómo las manos ven cuando la vista se ciega.


A propósito de las más hermosas obras cerámicas de Gloria.


Caricia, 1932, es una obra de Giacometti, en la que sobre la piedra en forma de vientre materno (o seno) hay grabada una mano –y a espaldas del vientre se escalonan dos pequeños volúmenes regulares. La interpretación de la obra no es importante conocerla en profundidad para nuestro trabajo, pues ya sabemos que las profundidades del Surrealismo son insondables. Nosotros no vemos la pieza, la hemos tocado. Está realizada cuando aún el surrealismo es el arte del futuro y Giacometti uno de sus más importantes exponentes.

La pieza no constituye en sí misma una de las obras más importantes del autor, pero la textura de la piedra, el dibujo de la mano y el alisamiento al que ha forzado al material, está directamente relacionado con el acariciar. Caricia tras caricia, sin que ese gesto pretenda disimular una intención ornamental. El propio Giacometti no abandonaría el influjo surrealista que alumbró sus primeras obras, pero a cada escultura sus intereses se alejaban cada vez más de la academia en la que el surrealismo de Bretón se había convertido.

Giacometti es tan dibujante como escultor, y sus obras no pueden entenderse sin ese afán con la que utiliza el lápiz, o el pincel. Dibuja compulsivamente sin dar por válida ninguna línea. Cada línea nada más se define a sí misma, y la unión de todas ellas conforman un dibujo.

Cuando el artista dibuja, el trayecto no tiene límites. La línea dibujada acuchilla el papel cortando en su envestida a otras líneas, solapando anteriores trayectorias, definiendo el carácter del dibujo con violencia, sin piedad y sin dejarse engañar por la sedosidad del grafito. Cuando esculpe, el trabajo es muy similar: los embates contra la piedra no traducen literalmente el gesto del escultor, sino que modelan sucesivamente el perfil de un rostro de mujer, o la cara de Diego (su hermano), o cualquier paseante, cualquiera de nosotros. Es decir, la violencia con la que se doblega a la materia en un punto, en nada se parece a lo percibido en conjunto cuando se observa la suma de todos las acometidas sobre la obra.

El dibujo es tiempo que deviene dibujo.

Los dibujos de Giacometti formaban marañas anudando el espacio con la forma de las infinitas direcciones que la mano del artista trazaba. El dibujo para Giacometti era el resultado de las sucesivas acumulaciones y arrepentimientos que se depositaban como hebras de tiempo sobre el papel, el lienzo, la piedra o la escayola.

Pero imaginemos que ese lapicero se transforma en una cuchilla, y que su impulso creador se traslada a la escayola. En la escultura, Giacometti pervierte su fundamento principal “añadir” para caminar en la dirección contraria, “quitar”, a pesar de que al quitar, la obra vaya irremediablemente ahondando en su invisibilidad. Quitar, no sólo en el sentido de aligerar la obra de peso y materia, sino también despojándola de inútiles efectos, del incómodo ornato de las que adolece el hermoso gesto de apretar el barro, o del picado de la piedra al golpearla. Borrando, es su intención, toda huella de ensimismamiento que denuncie la distracción del artista con su propia mismidad.

Ahora, al artista, ya no le basta con esculpir una forma. Pero la forma sigue ahí, cuando el volumen es explícito. Ahora se aferra a la idea desnuda en contra de las convenciones de la escultura que actúan como freno, y no como conductor de la energía.

En el instante en el que la obra comienza a perder tamaño debido a la cuchilla del artista, a la falta de material para esculpir, al microscópico tamaño del objeto en relación a la mano, la obra queda constituida en su mínima expresión, en busca de su máxima esencialidad. No hay artificios, no existe un repertorio de técnicas ni maneras de escultor, parece no salida de la mano del artista y, por tanto, la obra nos sugiere que ha nacido sola, que ya estaba allí, entre los escombros de su taller.
Su aparente invisibilidad nos obliga a mirar con atención, pero el ojo no es suficiente… nos paso desapercibida, el ojo no la vio. La vista no es un buen aliado, por lo que la confianza en los sentidos, queda abolida. Sin ojos para recorrer una pieza escultórica que carece casi de recorrido, es la memoria de lo vivido, de nuestra propia experiencia, la que nos debe de auxiliar y guiar en el reconocimiento de aquel objeto. El tacto es el mejor aliado cuando la materia no chilla, ni huele, ni encubre gusto alguno.

La fotografía en la que Giacometti está trabajando en el taller, con los ojos casi cerrados, con la mirada tras los hinchados párpados de insomne, quizás de buscar bajo la mesa las cabezas de cerillas en las que se han convertido sus esculturas, o hinchados de tanto forzar la vista y comprender lo inútil de su esfuerzo, nos da una pista de donde se encontraban sus convicciones artísticas en aquellas fechas. Sus manos agarran un palito, un minúsculo palito, y con las yemas de sus dedos acaricia el frágil cuerpo de sus personajes. Poco a poco, casi desmaterializadas, de las piernas nace un tronco al que le crece una cabeza. Giacometti parece ciego, pero ve con las manos, en el roce al tocarlas percibe el temblor de una voz o una nota musical en la brevedad enhiesta de sus caminantes.

A la altura de la cintura, en la fotografía, el estudio parece acogedor, apropiado para el trabajo artístico tanto como para el recogimiento, incluso para una siesta. Pero la apariencia de nuevo nos engaña, y en la fotografía del suelo vemos como se apila la basura… perdón, la escayola, la piedra, el óleo y la masticadura de metales y papeles… ¿Quién sabe cuantas esculturas se ocultan tras los escombros en el Taller de Giacometti?... y ellos mismos, los escombros, ampliación de la piel de sus esculturas en miniatura.

No sé si cabría la posibilidad de llamarlas miniaturas, cuando al aproximarnos con el objetivo distinguimos en estos cuerpos la rugosidad de la piel como si se tratara de la piel anciana de la humanidad toda. Humanidad a fin de cuentas, que Giacometti retrata en cada uno de sus andantes o figuras estáticas.

Inauguramos así un hermoso periodo, donde la vista no es el sentido tiránico que tanto nos ha dado que hablar a lo largo de los siglos, y para el que teníamos antídoto conceptual y crítico, entrando de lleno en el descubrimiento del tacto principalmente. La mano da tanta información como el ojo, y la complementariedad de los dos es indiscutible. Casi todas las obras de arte que el hombre ha creado han sido posibles gracias a la alianza de vista y tacto. Giacometti refuerza esta posición, y sus esculturas nos hablan con la rotundidad de un gigante pero con la sensibilidad y dulzura de un recién nacido.

Las manos, esas mismas que escondemos cuando estamos delante de un pequeño al que tememos hacerle una marca al agarrarlo, al cogerlo en brazos, pensando que se nos despedazará tanta ternura, tan nueva. Las mismas manos que notan la huella en la piel de la criatura que enrojece al rozarla y nos cuenta eso que las palabras harían olvidar de llegar a pronunciarse. Como si fuera una señal el que los recién nacidos no pudieran hablar a propósito, y no porque no sepan, sino porque el habla es un obstáculo para las primeras impresiones, las primeras respiraciones… eso no evita que sean los hablantes, los adultos, los que miran, los temen tocar, esos otros, ellos, los que usen las palabras para incorporar cuanto antes al nacido en el continuo temporal al que ellos pertenecen.

Las manos tan vivas, tan listas, tan abiertas y despiertas como las del escultor Henry Moore, quien no dudó en retratarlas en diversas posturas. Son manos avejentadas, de dedos romos y piel descolgada. No son manos de niño, sino expertas manos de escultor acostumbradas a palpar la realidad que les circunda. Las manos de Moore parecen esconder algo. Se acarician suavemente, una contra otra, evidenciando sus cualidades táctiles, tal y como se comportan las manos de los magos al hacer algún juego de magia. Pero Moore, esconde un secreto a voces: una pequeña piedrecilla. ¿Qué esperábamos de un escultor: un elefante, una locomotora, un palacio, una montaña? Pues no, sorprendentemente y oculta de los rayos del Sol -el gran ojo luminoso-, esconde una simple piedra, pero una piedra “en forma de ojo”, otro tipo de ojo; si no el ojo mismo.

Escondiendo una piedra entre las manos insinúa aquello que tanta fortuna les dio a algunos artistas y que perteneció al catálogo de recomendaciones artísticas para despertar la mente y la visión espacial: métete una piedra en el bolsillo y tócala; después, dibuja lo que tus dedos ven. Moore escondiendo entre sus manos esa piedrecilla en forma de ojo, esconde toda la escultura en un breve gesto, la protege de perecer en su magnánima fisicidad, la arropa para que no desaparezca al estar expuesta a la mirada, porque la mirada, como todo, mata -debía de pensar el artista.

Ocultar ese pedazo de piedra entre los dedos es un intento de transformar la piedra en carne y las manos en su piel, constituyendo un cuerpo único indisociable, a riesgo de perecer al intentar separarlos. Los personajes de Giacometti no son sólo pellejo o sólo esqueleto, son esculturas en el transcurrir de algo tan impalpable e indefinible como es el tiempo; de la misma forma que la piedra de Moore es un pedazo rescatado del abismo del olvido.

Mírate entre las manos (con las manos) parece decirnos Moore en su dibujo. Mírate entre los dedos (con los dedos) lo que nos dice Giacometti en su foto, y de esos dos poderosos consejos han nacido mis obras.