miércoles, 20 de diciembre de 2006


Una Propuesta...

Clases de teatro
Hay básicamente tres clases de teatro:
1ª) Comedia: “¡Qué viene el lobo!”
2ª) Tragicomedia: “¡Que ha venido el lobo!”
3ª) Tragedia: “¡Que me ha mordido el lobo!”
¡Dios mío, si el bachillerato fuera así!

Pedro Casariego Córdoba (1955-1993)
Cuaderno Azul.

Presentación:

París, abril de 1855; el diario de Eugene Delacroix[1] tiene arrancadas las hojas de todo ese mes. Discúlpenme por parecerme este hecho tan importante, sin duda, lo sé, es un asunto menor; no es el primer caso ni será el último. En alguna ocasión todos hemos arrancado páginas de nuestros diarios, incluso días consecutivos, y por qué no, a veces hemos arrancado hojas de los libros, de los cuadernos de clase, del periódico, de la guía de teléfonos, de los árboles, y de diarios y dietarios que no eran el nuestro –existen muchas formas de llevar un diario. Algunos, y son mayoría, jamás han tenido la tentación de escribir un diario, o algo parecido; ni siquiera lo han llegado a pensar. Este texto, quiero aclarar, no pretende su recomendación.

Muchas veces los que escribimos diarios, los que nos retorcemos en el Yo, hemos deseado quemarlo, y lo haríamos con agrado sino fuera porque indirectamente cumplimos el deseo de Kafka, con lo que esa coincidencia tiene de enmascaramiento y degradación para con nuestra valiente decisión. Que en los diarios de Delacroix estén arrancadas las páginas de ese mes de abril perturba por el impulso de aniquilar la huella de lo escrito en un salvífico arrepentimiento que libera al pintor de una inefable condena; no bastó el tachón, no fue suficiente la goma, sólo su desaparición. Sorprende que un pintor tan pródigo en opiniones y reflexiones críticas a su diario sufriese este pudor irrefrenable.

En el apunte siguiente, 2 de mayo de 1855, habla en este tono de la sociedad y de las conversaciones a las que asiste: “J´etais pétrifié de tant d´inutilité et d´insipidité”. Fuera lo que fuese lo que había en las hojas arrancadas, aquí queda un rescoldo de su ánimo. Pero también pudo deberse aquella inusitada acción a que hubiera sentido la necesidad de sustituir las palabras por la obra pictórica, tal y como nos ejemplificaba Rilke[2] que decía Cezanne: “Creo que lo mejor es el trabajo”, “todos los días hago progresos, aunque lentamente”, o el magnífico: “le contestaré con cuadros” Y así ahorrarse el dolor de tener que tropezar algún día con frases como las que Kafka[3] escribe en su diario justo el mes de abril de sesenta años después: “27-IV-1915: [...] Incapaz de convivir con seres humanos, de hablarles. Completo abismamiento en mí mismo, pensar en mí. Apático, distraído, angustiado. No tengo nada que comunicar, nunca, a nadie.”

Borges escribió en su breve narración El Libro de Arena[4] que ”el mejor lugar para ocultar una hoja es un bosque”, y se me ocurre que Delacroix pudo haber hecho lo mismo con aquellas que arrancó, ocultándolas en su amado y coqueto jardín a los pies del gran ventanal del estudio donde pintaba, en el centro de París -descabellado. Siempre que paso por su estudio me dirijo directamente a ese jardín donde remuevo la tierra y el pedrisco con estúpido entusiasmo esperando encontrar las hojas perdidas al creer que Borges me susurró al oído una íntima premonición. Por supuesto, después de infructuosos intentos lo único que consigo es llenarme las manos y los zapatos de polvo y barro. El atractivo de aquel hermoso jardín es la apariencia de recién lavado, perfumado por el frescor de la lluvia y las flores en el mes de abril. Estoy seguro de que nadie creerá lo que aquí se cuenta y ello me excita aún más para perseverar en mi búsqueda. Curiosamente no hay vez que explorando la zona Oeste del jardín no me persuada de continuar mi tarea un fuerte chaparrón con relámpagos y truenos. Lejos de esperar a que escampe, como ya es habitual, corro a refugiarme en el estudio del pintor. Dentro, en una pequeña vitrina, se puede observar la que llaman última paleta de Delacroix, en ella los colores se disponen en filas acompañando la curvatura de la madera, sucediéndose azulados y verdosos con rítmica cadencia, a base de minúsculas pinceladas hasta conformar un cuadro –a poco que uno se abstraiga- por sedimentación, en lento oleaje; una despedida. Fue en sus últimos días cuando el pintor, sintiéndose acechado por la muerte, acudió al estudio como en él era habitual, sentándose a ordenar los pegotitos de color a modo de testamento, delimitando un territorio encima de la paleta con aparente nostalgia, pero huyendo de la conmiseración de los hombres y mujeres expectantes y resignados ante lo irremediable –quiero creer.

La paleta del pintor es parte de ese diario que en cada sesión se alimenta de pintura. A veces los colores ocupan el lugar que les corresponde, como también a veces se descuelgan hacia la llanura de las mezclas ante la mirada atónita del pintor que deja fluir la pintura en un intento de desentrañar lenguaje tan esquivo. Es la paleta el diario, y no el lienzo. Es la paleta y no la obra quien mejor registra la zozobra en origen. Y fue en esta diatriba cuando caí en la cuenta de la cantidad de veces que limpiamos la paleta de pintura, con violencia, sin dulzura, frotando con la finalidad de borrar los colores para no ensuciar a los que vendrán. No quedaba nadie en el estudio; seguía lloviendo en el jardín. Y entonces pensé en las hojas arrancadas del diario de Delacroix mientras miraba su última paleta, y creí entender las razones de tan vehemente gesto, y comprender, más allá de explicación alguna en estas páginas, el por qué los artistas a lo largo de su vida se arrancarían la piel a jirones si pudieran, tal y como Delacroix pudo arrancar las páginas de su diario; y como restituirían dicha piel si pudieran, tal y como Delacroix pudo restituir los colores en la paleta. De repente la tormenta reventó sobre París y tuve la sensación de que aquellos truenos trasportaban, no sin sarcasmo, las palabras de Celan[5]: “Un estruendo: la / verdad misma / se ha presentado / entre los hombres, / en pleno / torbellino de metáforas.




[1] Delacroix. Journal 1822-1863. Librairie Plon. 1996. París. (pag. 506-507)

[2] Rainer Maria Rilke. Cartas sobre Cezanne. Edit. Paidos. 1992. Barcelona (pag 57)

[3] Franz Kafka. Diarios. Galaxia Güttenberg. 2000. Barcelona (pag. 554)

[4] Jorge Luis Borges. Narraciones. Edit Cátedra. 1997. Madrid (pag 235)

[5] Paul Celan. Obra Completa. Edi Trotta. 2000. Madrid (pag 246)