sábado, 6 de enero de 2007

El bautizo.

Hoy he tocado las sábanas de mi abuela. Ocultas en el armario desde los años treinta estaban húmedas como yo las recordaba cuando dormía en su cama rozando con mis dedos su camisón blanco a espaldas de mi abuelo y protegida la cabeza por la almohada, y el cuerpo por una áspera manta. ¿Cuántas veces me han salvado aquellas sábanas, la espalda de mi abuelo y el camisón blanco de mi abuela, de perecer ahogado en la Mar, o quemado por una tribu en Madagascar? Cuántas veces me duermo con esas historias para abrir los ojos asustado en las habitaciones oscuras del que sueña, y corro en busca de la deslumbrante penumbra a las habitaciones que nos salvan. Pero hoy al tocar las sábanas sólo estaban mojadas, resfriadas por el verdín que pudre las paredes empapadas de lágrimas. Al extenderla, sacudiéndola cariñosamente al aire, la luz de la ventana se volvió a colar por los doce deshilachados agujeros de bala: cuatro para mi abuelo, seis para ella y estos dos que mi Padre bautizó con un “¡Ojalá a ti no te duelan!”.