domingo, 4 de febrero de 2007

Ultramar.

Los cuentos que tienen de protagonista la Mar siempre requieren de una experiencia marinera previa de la que yo carezco. Esa sería la razón de porqué mis cuentos siempre tienen que ver con las orillas, los puertos, los puentes sobre las aguas, o las arenas de las playas. A veces lo más hermoso se da en estos escenarios, tanto como generalmente los finales más emocionantes requieren del azul infinito del océano y su impía monstruosidad.

Obligado por mi confesada carencia, me veo obligado a centrarme en el caso de aquel joven, que impulsado por sus sueños de aventura y heroicidad, cada mañana se acercaba al puerto esperando un barco que le quisiera enrolar en su tripulación con destino a ultramar. Aquel era el lugar donde él pensaba que se debía de encontrar la justificación del universo y por ende del ser humano; y de todo lo que en la tierra existía. Su convicción superaba en mucho a los intentos por persuadirle que el padre ponía en práctica a diario. No había mañana, tarde o noche, en la que el padre no relatara un sinfín de tragedias sucedidas en el mar, para que su hijo desistiese en sus intenciones. Pero ni la pérdida de sus abuelos en temporales recientes le hicieron cambiar de idea. Allí, en el puerto, casi un niño, abordaba a cada uno de los barcos que se amarraba a puerto y les contaba sus sueños a la tripulación. Nadie parecía dar importancia a lo que decía y más de un marinero irrumpía en carcajadas antes de despacharle regalándole alguna captura o golpeándole en el hombro admirando su valentía. La colección de objetos que recogía en cada visita a los barcos hubiese bastado para hacer un gran museo de las maravillas del mar: fauces de tiburones, aletas y espinas de especies extintas, arpones, anzuelos, cebos, etc. Pero cada día que pasaba su sueño se le iba haciendo más y más grande, y más y más necesario.

Habían transcurrido seis meses y apenas comía; se pasaba el día en el puerto. Incluso, dejó de hablar con los marineros para solamente circunscribir sus explicaciones a los patrones y capitanes de los navíos. Pero ellos tampoco fueron más condescendientes que sus subordinados; más bien, todo lo contrario. El joven desesperaba ante las adversidades como si su empresa tuviese fecha de caducidad. Fue entonces, una noche sin luna, cuando se encontró con la solución que buscaba. Tal era su obsesión que se lanzó al mar sobre una pobre barquilla que agonizaba en el embarcadero desde hacía tiempo; podrida y humedecida, encharcada por las últimas lluvias, su dueño la había dado por perdida el invierno anterior, abandonándola en las proximidades del puerto de recreo. Aquel pecio inservible, ese montón de maderas ahuecadas, le parecieron al joven suficiente Carabela para emprender su viaje. Dos viejos remos y una mochila con comida eran todo su equipaje. La noche fría, y la poca visibilidad en aquella oscuridad, no le debieron de parecer demasiados obstáculos para zarpar. Cuando ya no alcanzaban las tenues luces del puerto para verlo alejarse, me las arreglaba para imaginarlo remando y remando, con tanta furia que el pútrido barquillo avanzó por las aguas como nunca lo había hecho, tan veloz que se diría que iba remolcado a lomos de una ballena. La noche se hizo a cada segundo más inhóspita y el silencio lo inundó todo antes de perder de vista al joven, al pecio, y la esperanza.

Al amanecer el rumor se había corrido por el pueblo y todos se acercaron al puerto para comprobar que la hazaña era cierta; que aquel joven había cogido la vieja barca del muelle, y se había hecho a la mar. Las rocas del rompeolas, el muelle, las orillas de las playas cercanas, los paseos, y el pequeño puente que comunicaba la ría estaban atestadas de curiosos y vecinos que se agolpaban para ser los primeros en contar lo que viesen sus ojos cuando la bruma de la mañana despejara. Cuando esto sucedió y la neblina de la entrada al puerto hubo levantado, todos pudieron observar con estupor, a la mísera embarcación flotando semihundida con los remos en cruz, y una mochila. Ni siquiera el padre del joven pronunció palabra porque sabía, conociendo a su hijo, que había seguido su camino a nado, poniendo en práctica la máxima que le repitió durante años: “hijo, a veces un sueño, merece la vida”.

Nunca apareció el joven, ni su cuerpo, ni nada que el mar trajese de vuelta, un jirón de camisa, un zapato... nada. Pero se cuenta que su padre ha vuelto a sonreír, que es muy feliz, y que tiene pensado viajar lejos, muy lejos, para reunirse con su hijo, dicen. Y en el pueblo todos somos muy escépticos, pero si el que lo cuenta es el cartero no encontramos ninguna razón para dudar. Por si acaso, ya estamos preparando un bando, y un monumento con su estatua, y con ayuda del padre hemos borrado la fecha de la muerte en la lápida del cementerio, y hemos reparado la barcucha para amarrarla a puerto de nuevo por si a alguno de nuestros hijos, en el futuro...