sábado, 10 de marzo de 2007

El perro.
Desde el mismo día de su nacimiento aquel perro se había comportado como todos los perros que comen alimentos cocinados específicamente para su perfecta y equilibrada dieta, elaborado por un atento cocinero que se ocupa de sus cinco tomas diarias y su limpieza, además de su quincenal visita al peluquero, y las revisiones del veterinario, que acude inmediatamente cuando gimotea por un postre poco azucarado. Fantástico especimen que paseaba por la orilla de la playa y jamás por las aceras, en pose más equina que canina, y que, además, se apareaba con perritas asépticas que conocían la posición receptora más efectiva y rápida, siempre bajo la atenta mirada de unos dueños que intercambiaban sus tarjetas de visita, y cuyos rostros reflejaban la codicia ante el plan urdido para con los futuros cachorros. Todo era normal en la vida de aquel cursi animal.
Hasta aquella mañana de Febrero en que el albañil golpeó la cañería, la cañería se rompió, y el agua caliente salió despedida en descomunal chorro hirviente directamente a los ojos de aquel perro, éste corrió escaldado, aullando de dolor como nunca se le había oído, golpeándose con los muebles, resbalando en cada esquina, chocando con todas las puertas, hasta que pudo salir de la casa donde, descompuestas sus formas a base de dar vueltas y giros retorciéndose entre espeluznantes chillos casi humanos, logró cruzar el jardín y a toda velocidad huir hacia la carretera que bordeaba el chalet, donde un frenazo y un golpe seco cortó la carrera y acallaron sus quejas. Hoy pasa el tiempo en casa sobre su capazo almohadillado de plumas, o en la sala de rehabilitación para recuperar la movilidad de una de sus patas traseras –sin pezuña-, en los brazos de la hija del dueño, auxiliado por las curas constantes de un enfermero. “Afortunadamente, -dijo el veterinario que le operó- los ojos, y por tanto la vista no han sufrido ningún daño, todo ello gracias a las lentillas de color; de no haber sido por ellas hubiéramos tenido que sacrificarle”.