sábado, 10 de marzo de 2007

Fuego.

De repente se levantó tanto humo que obligó a taparnos la boca, la nariz, los ojos; A huir. Nos detuvimos agazapándonos entre nuestros brazos buscando una bocanada de aire donde la hubiese; pero no lo había. Caíamos, chocábamos entre nosotros, unos escupían con dolor y asco el humo negro que nos inundaba la garganta, otros se desgañitaban agitando los brazos desesperadamente, algunos se golpeaban el pecho agachados y lloraban y gritaban y sacudían las piernas y las manos, antes de darse la vuelta súbitamente boca abajo y retemblar hasta detenerse. Los cuerpos caídos se pisaban sin gemir, duros como leños, tensados como cuerdas corríamos sobre ellos como por los travesaños de un puente; resbalábamos y apoyándonos en la humareda siempre encontrábamos un bulto para ponernos de pie. Los gritos eran terroríficos, el pánico nos convertía en pulgas embotadas. El humo tiene voz propia; susurra, sisea, silva, y quema justo en el instante en que el silencio de la asfixia permite saber de donde viene el fuego. Es un segundo. Lo ves. Quieres atravesarlo, saltarlo, la muerte no mata tanto como su visión, la vida nunca estuvo tan viva, la carne te crece la piel se te rompe, no sientes nada, vas hacia él y...