sábado, 24 de marzo de 2007

Una decisión.

De los dos caminos que tenía frente a sí, debía de escoger uno y desechar otro. Pronto pensó que dejar uno de ellos le obligaba a recorrer el elegido, y que recorrer el elegido le privaba de conocer el abandonado. La opción no era fácil. Los dos caminos eran iguales: llanos, luminosos, idénticos en anchura, perfectamente floridos, e increíblemente arbolados. Las opciones no eran muchas: izquierda, o derecha. A su espalda, el punto de donde había partido aún era visible. Se apresuró a no imaginar ninguno de los dos caminos, para no entorpecer la elección. Pero ya lo había hecho. Ya sabía que la derecha era su lado natural, el que siempre elegiría sin que mediara una elección como la que en esos momentos le incomodaba. Reprimiendo el torrente de imágenes que producía la visión de aquellos caminos, el de la izquierda siempre atraía las escenas más conmovedoras, las menos habituales, incluso algunas visiones por las que hubiera en otro tiempo caminado hasta reventar. El de la derecha le ofrecía unas perspectivas menos atractivas pero también las que mejor conocía, las que le arropaban en sus decisiones. La Izquierda era el mañana, todo y nada; lo prometedor. La derecha el pasado perpetuo travestido de presente: la ropa que vestía, la piel que le rozaba, el corazón que alguna vez oía latir, y la boca enjugada en aquellas poco más de cien palabras, ya fueran para responder, o preguntar.
Con la mirada perdida en unas insignificantes hierbas que no supo nombrar proseguía su silente digresión. Se fijó, como nunca había hecho, en que aquellas hiervas ignotas tenían las flores giradas hacía él y eran de un blanco deslumbrante, incluso a la sombra de las encinas; bellísimas -dijo su rostro. Se fijó, también, que a la derecha crecía una hierba verde y muy fina que al poco de su nacimiento se arrastraba y cruzaba temerariamente el camino. Se fijó, extrañamente, en que el Sol –él que nunca lo miraba, ni sabía sus ciclos, ni sus inclinaciones, ni su calor; sólo guiñar los ojos y arrugar el gesto cuando con la mano se tapaba de sus rayos- durante el rato que había estado allí detenido, aparecía entre los árboles de la derecha. Aquella información era la primera vez que la tenía y nada en su interior le permitía elaborar ninguna enseñanza con ella. Agachó la cabeza, se pasó la mano por la nuca, y se escurrió el pelo sin fuerza para secarse el sudor. Y ya que la mano estaba en lo alto de su cabeza pensó que al bajarla con impulsó quizá este violento gesto tirase de su cuerpo y así resolvería el dilema. Lo hizo seis, siete, hasta nueve veces, pero cuando, ciertamente, el impulso de su brazo derecho le obligaba a dar un paso en esa dirección rápidamente lo corregía con un paso hacía atrás, e intentaba lo mismo con su brazo izquierdo, contrarrestando el efecto y colocándose de nuevo en el punto de partida. Braceó al aire sin sentido durante los diez minutos siguientes, para finalizar con un exhausto grito, celebrando la liberación de aquel estúpido juego. Ahora le pesaba la cabeza y casi no sentía los brazos por los golpes que habían acompañado al infructuoso intento.

De repente escuchó a los pájaros y quiso entender en su canto sabios consejos para romper su quietud. Los oyó lejos, al fondo del camino. Poco a poco fue descubriendo a los que tenía cerca y los vio volar de un árbol a otro, advirtiendo que la mayoría tenían plumajes pardos, oscuros, casi negros, y que apenas se aproximaban al suelo a comer insectos. También, que cuando alzaba los brazos todos se espantaban y que no distinguían entre caminos porque le pareció que en el aire no hay caminos.
Sonrió por primera vez desde la mañana. La contemplación de los pájaros se alargó durante un buen rato sin que su cabeza registrase proceso mental que tuviera por objeto a los pájaros, ni a nadie. Sólo pareció despertar cuando el sofocante calor de un Sol en lo más alto, le empujó hacia atrás y su pie derecho apoyó sobre una rama seca rompiéndola y haciéndola sonar como el día aquel cuando crepitó su clavícula. Asustado -una punzada en la frente-, moviendo el pie izquierdo con misma suerte, un escalofrío de la cabeza a los pies escuchó a sus zapatos resbalar en la arena, y a su espalda golpear al caer entre la jara reseca. Tenía la sensación de que la tierra quería tragárselo, y que empezaba a comérselo por la cabeza. Le faltaba aire. Le entró miedo, pánico, y empezó a temblar en el suelo abierto de brazos y piernas empolvando el cielo que tenía por horizonte. Al momento se detuvo. Observó como se despejaba de su vista el polvo que le ahogaba, a la vez que escuchaba desde muy lejos una voz, una voz femenina como los trinos enmudecidos de los pájaros que se alejaban y se perdían en lo más alto del cielo azulado: ni pardos, ni oscuros; todos negros. Pudo sentir como el Sol ya no le calentaba, o al menos no tanto como el líquido que se derramaba por su cara. En un instante recordó algunas palabras en boca de su padre, reconoció las hierbas que su madre plantaba en el jardín, las carcajadas de su hermana, y el camino que llevaba al mar. Pero de la pistola de su mano izquierda y la carta de su mano derecha no sabía nada, ni importaba ya.