sábado, 28 de abril de 2007

Junto a la hoguera.

El sol, en lo más alto del invierno, calentaba la techumbre de chapa y cartón como un fogón a punto de expirar su última llama. Los chiquillos se abrazaban en falsa pelea para darse el calorcito que a la casa le faltaba, mientras la madre suplicaba por la ventana que llegase antes la noche que el truhán de su marido. En la salita-comedor-dormitorio-cocina, nadie pide comida para que la respuesta no les pegue las tripas y seque la boca, mientras la madre confirma, que aquello que se tambalea como sombra en el horizonte es el padre de las criaturas. Azuza el fuego con prisa para que hierva el caldo y la maravilla del hirviente rojo paraliza iluminados los rostros de los pequeños, dorando la piel de la madre como si un tizón hubiese escapado de la hoguera, en el instante que la puerta se abre de una patada y aquella mole de carne y voz quebrada ciega el ocaso y espanta a garrotazos la inocencia. La noche hace tiempo que está bien entrada cuando la madre amoratada arropa a los niños junto a la estufa con tres mantitas sucias y vencidas, mientras la grande raída y oscura tapa el cuerpo del padre para que los niños no sueñen con el hacha clavada en su pecho . La noche es fría, más fría que la mañana, pero hay silencio, aunque la muerte sea el olor de la calma.
Si vas a construirte una casa recuerda:

Si no la calienta tu miedo, es muy grande.
Si la calienta tu soberbia, es muy pequeña.
Si la calienta tu engreimiento, debes de ampliar la pista de tenis, y pensar en un helipuerto.
Si no la calentáis entre dos, que no siga creciendo.
Si no la calentáis entre tres, se te olvido lo primordial: ponerle techo.
Si se calienta sola ¿cómo sabes que existes?
Si no la calienta tu alegría, baja los techos y oriéntala bien.
Si no se calienta con caricias lo hará con escalofríos.
Si se calentó en tu ausencia, huye y no vuelvas.
Si la calienta tu vergüenza arderá tu cara pero no la hoguera.

Si se calienta y quema, deja que prenda.
Tardes de domingo.

Trataba de no llenarme hasta arriba los bolsillos con chucherías para no llamar la atención de la cajera que no quitaba ojo a mi amigo despojada de vergüenza, como siempre que se cruzaban en la calle en la tienda o en la escalera de su casa. La táctica era sencilla: cada uno a lo suyo, para mí los chicles para él la chica.
A mí, la costumbre me hace elegir la izquierda, así que por ese flanco iniciaba mi personal paseo por la tienda. Mi amigo mientras, dejándose querer, ocultaba mis ansias y mi torpeza por coger todo lo que podía, pues no era yo un consumado ladronzuelo ni me atrevía a compararme con la habilidad de mi amigo en chocolates, pipas y pestiños de miel. Su destreza iba mucho más allá de los dulces fresones, los ositos de goma y las pastillas de burra, llegaba al éxtasis cuando consumaba la conquista de la jovencita de turno, que engatusada con esa mezcla de teatro, danza y palabra, le confesaba que tenía novio, pero que lo dejaría todo por irse con él; ilusas. Era en ese instante cuando su henchido ego taponaba las heridas que la culpa le había dejado por su último abandono. Nada cambiaba, salvo que en el barrio no todas las dependientas eran chicas y, poco a poco nos íbamos quedando sin tiendas y, por lo tanto, sin las tardes de los domingos y sin aquel sabor de aventura, besos y azúcar.
Los años pasaron para los dos con distinta suerte. Yo abandoné aquel juego el día que un comerciante me atizó con un palo en las manos, mientras mi amigo, absorto, toqueteaba a su hija en la trastienda. Mi mente, concentrada en forrarse los bolsillos de la cazadora con toda clase de caramelos, había descuidado el oído y apenas me quedaba miedo para gritar “¡Corre!”, pero sin proponérmelo tuve suerte. Mi amigo vivió el paso a la edad adulta con algo más de premura, puesto que los golpes fueron acompañados de la impredecible audacia creativa de aquel hombre que lo desnudó y paseó por todo el barrio hasta llegar al portal de nuestra casa. Nunca se recuperó de tan desproporcionada humillación, puede incluso que fuese una penitencia que él mismo aceptó por el dolor que siempre pareció acompañarle tras el efímero triunfo por haber desorientado el rumbo de tantas jovencitas. Yo, poco después, cambié de barrio, él siguió en el mismo, en la misma casa, en el mismo sitio.
Hoy no sé casi nada de mi amigo, pero de no ser por aquellos años y sus hermosos y épicos domingos nada tendría que contar hoy a mis cincuenta y seis años, pues todas las aventuras que he vivido, todos los besos que he dado, me parecen soñados. Sólo los que están bañados de azúcar se me quedaron grabados, eso, y darme cuenta en su día como la vida te ultraja y desnuda la primera vez que has amado.
Veo, desde la acera de enfrente, las ventanas de la casa de mi amigo y acude a mi boca la saliva edulcorada como instantes antes de que aquel comerciante nos atrapara. Sube la persiana, mira a través de la ventana, se asoma, y mientras se echa la niebla en este otoño déspota, me observa ciñéndose la bata. ¿Qué tendrá el azúcar que igual que pega los dedos te pega a la infancia?
(II)

Si pudiera, y puedo,
maldecir cada minuto de este día.
Si pudiera, y puedo,
acabar con el retemblar de mis tripas, mis dientes, y mis dedos.
Si pudiera, y puedo,
cortar a cuchillo la violenta reacción de mis nervios.
Si pudiera, y puedo,
pedir perdón por arrancar a este joven de su sueño.
Si pudiera, y puedo,
empezar de nuevo, y devolverle al sueño,
actuar sereno, y detener mis tripas, mis dientes, y mis dedos.
Y amar al día que comienza.
Si pudiera y no puedo.
Si pudiera, y no puedo,
traerle a la vida
y no verle muerto,
Si pudiera,si pudiera y no puedo.

sábado, 21 de abril de 2007

Color: dorado memoria.

¿Por qué no? He decidido contestar todas las cartas de aquella joven novia que tuve cuando tenía catorce años. Petra no era una chica corriente. Su pelo, su infinita melena, sus ojos grandes, claros y verdes, su cuerpo de mujer con apenas quince años, y su facilidad para comunicar lo que los demás sólo podíamos sentir; y no siempre. Al menos yo nunca llegué a sentir como ella, ni siquiera sabía que existieran las chicas como Petra. En el equipo de fútbol nunca había chicas y las que había eran muy parecidas a nosotros. Chucherías, fútbol, escondite, risas, y el banco del parque hasta las dos de la mañana en verano o el portal de la casa de Juan hasta las diez en invierno. Petra nunca se quedaba con nosotros, jamás se la veía con ningún chico del barrio. Sus padres la llevaban al colegio en el coche todas las mañanas y por las tardes un autocar la traía hasta la puerta del supermercado. Allí empecé a esperarla una tarde lluviosa de marzo y no dejé de hacerlo hasta dos años después.
La conocí en una batalla. Una batalla entre los del barrio de arriba y los del descampado. En esa batalla me hirieron, o algo parecido, un cristal golpeó mi cara en el pómulo cerca del ojo izquierdo, cerca de la nariz, cerca de la oreja y cerca de la boca, vamos, en el centro de la cara; y sin posibilidad de disimularlo. Mucha sangre, muchos gritos, un pañuelo, y su rostro tranquilizador que me acompañó hasta casa donde mi padre despertó sobresaltado de la siesta para trasladarme al hospital.
Ninguna niña era como ella, ninguna se le parecía: se hacía su ropa, tocaba el piano, dibujaba y leía libros de sus padres que ninguno de nosotros sabíamos siquiera cómo se abrían. Yo, desde la terrible batalla, tampoco fui como los demás. La herida dejó su huella aunque no hoyó mi autoestima, más bien la estimuló, y afianzó un carácter hasta la fecha muy infantil y dependiente de los amigos y mi madre.
Petra me escribió una carta, la primera que ninguna mujer me escribía, la primera carta que yo recibía, la primera carta que decía algo dirigido sólo a mí, a mi persona; la primera carta que había recibido algún miembro de mi familia, y que no era un crisma o un recordatorio; la primera que no era del color de las cartas; la primera que exigía de mi decisión para existir fuera de aquel sobre; la primera que tenía mi nombre y apellidos completos, y mi dirección, y una cosa que se llamaba código postal; La primera carta con palabras secretas para que yo las leyera; la primera carta, carta; la primera. La única. Nunca contesté ninguna de sus cartas, nunca. Tampoco ella me recriminó que no lo hiciese, ni se le ocurrió preguntar por ellas. Nuestras conversaciones eran sencillas, nuestros paseos los mismos: de lunes a viernes por el parque; el sábado por la lonja y la avenida; Los domingos casi nunca nos veíamos. Tardé en darme cuenta de sus intenciones. Lo hice cuando me beso rápido en los labios un día nada más bajar del autobús.
El día siguiente fue idéntico pero sin beso, para dos días después volver a besarnos. No pensaba en otra cosa. Los besos envenenan; ni me acordaba del fútbol, ni de los amigos, ni de los sábados en casa de “Tote”, ni de mis padres, ni de cenar. Sólo existía Petra y los besos de Petra, puesto que Petra sin los besos se transformaba de golpe en uno de esos enemigos del descampado con los que me lanzaba tablas de parquet. Fue entonces, recuerdo, cuando en el colegio las mujeres se me aparecieron de la noche a la mañana, llegue a pensar que las mujeres no estudiaban en el mismo colegio que yo, y es que para los chicos como yo, las mujeres eran invisibles dentro del cole.
El beso de Petra las había alumbrado a todas y convertido en el mejor descubrimiento desde la bicicleta. Ya no era necesario correr en el patio en persecuciones sin sentido envueltas en carcajadas y zancadillas, ahora nacían las carreras de exhibición con las que las chicas recordaban tu nombre aunque no fueras a su clase. Yo no era un atleta –no lo he sido jamás-, pero mi amigo Coro dominaba el medio fondo y había sido campeón en muchas carreras. El mejor compañero de Coro en el patio era yo. Él me enseñó como debía de respirar para no perder las energías y me entrara flato, “-Respirar es media carrera, saber hacerlo la otra media-” Y no había ninguna duda de sus palabras. Una semana después de la aparición de las chicas en mi vida, ya aguantaba veinte vueltas al patio y podía subir las escaleras hasta la clase sin cansarme, aunque sudara por los dos.
Se acercaba la fecha de la media maratón del barrio, una de las citas anuales obligadas en el barrio y evento de categoría junto con los Carnavales y la Cabalgata de Reyes, y Coro me animó para que me apuntara; lo hice, la corrí, y llegué de los últimos. Fue inolvidable. Todos los vecinos del barrio apostados entre los coches aparcados en las aceras, en terrazas y ventanas, veían pasar a los corredores. Al pasar por delante de mi casa Petra gritó nerviosa como nunca: “-¡Adelante Claudio!-”, “-¡Vamos amor!-”. Pude ver con absoluta claridad como los vecinos buscaban entre el público el origen de aquella joven vocecilla, entre ellos mis padres que, desde nuestro pequeño balconcillo, que ellos llamaban terraza, perdieron cualquier interés en mí soberbia carrera para, sonriendo, localizar a Petra como “la chica guapa y delgada” delante del portal. Mis amigos, debido a un extraño resorte juvenil que vale tanto para vencer la vergüenza como para conquistar por la fuerza un banco en el parque, gritaron al unísono, y con ligero toque afeminado: “-¡Amor!-, -¡Corre, corre!-” “-¡Claudio tío bueno!-” “-¡Te quiero!-, -¡Guapo!-”. Detenido el tiempo, que no mi cabeza, pude escuchar también, en mi frenética carrera, las carcajadas de los vecinos ante las continuas bromas de mis amigos, pero de la mente no se me borraba la voz de Petra y su amorosa entrega. El amor era eso, y nada más que eso. Ya no cabía mas felicidad. Era el mejor corredor, iba rapidísimo, me había olvidado de respirar porque mis pies se deslizaban como por una cinta transportadora. Hasta que mi pie derecho tropezó con mi pie izquierdo y caí al suelo. Caí en el momento que giraba la calle que daba nombre al descampado. No me dolió la caída, ni el raspón en las rodillas, ni las risotadas de “los del descampado” que veían a un enemigo vencido, arrodillado junto a la valla donde ellos estaban: “-¡Torpe!-, -¡idiota!-, -¡bobo!-, -¡Pies planos!-, -¡Payo, pollo!-”. Pero nada de lo que pudieran decirme me dolía, ni cosas más fuertes que, calientes y en su territorio, los tanos del descampado sentían que me tenían que decir. Me puse en pie y andando llegué a la meta escuchando solamente en mi cabeza -!Vamos amor!-, que me repetía en los tonos más inimaginables.
Coro, ganó otra vez. Paseamos la copa en el colegio delante de las niñas de octavo, delante del profesor de gimnasia, delante de todos, mientras, él y yo, dábamos vueltas al patio en nuestra particular preparación postmaratón. Fue entonces cuando le conté a Coro lo de Petra, y lo que me sucedió cuando pasé delante de casa, y que estaba seguro de que ella era mi amor eterno. Coro se detuvo en seco, bajó la copa a la altura de la cintura y mirándome con ojos rabiosos, muy profundamente, se alejó. No volvió a entrenarse conmigo, ni tampoco a hablarme. Petra se me acercó angelical y Coro pasó a la historia. En verdad que lo hizo: gano dos campeonatos de Europa de 1500 metros, luego tres maratones muy importantes, Londres, París, y Madrid, aunque Nueva York se le resistió siempre, a cambio allí conoció a la que ahora es su mujer.
Todo esto lo he sabido por Antonio, el broker, que de vez en cuando me manda un correo de novedades con la vida de todos los compañeros del colegio. No conozco a nadie como él. Se las arregló para recopilar todas nuestras direcciones y puntualmente nos hace partícipes de su esquiza memoria. Nunca abandonó a ninguno de sus compañeros de colegio.
Era muy delgado, demasiado para su edad, los compañeros le llamaban desnutrido pero él no se enfadaba; cuanta ternura. Los malos gestos aparecieron cuando la clase de quinto B inició una campaña de acoso al tirillas de Antonio. Fue entonces cuando toda la clase, todos nosotros, nos unimos para defender a Antonio de cualquier agresión; primero fueron insultos que contestábamos con indiferencia, luego pasaron a los empujones al ir al baño o se quedaba solo en el patio, y antes de que todo acabara mal asumimos el riesgo: directamente los puños. No fallan. Expulsaron tres días al Lechero, Juan, Javier, el Míguel, Carlos, Raúl, Alfonso y Petra. En la lista no estaba yo, gajes del destino, mi abuela se había puesto enferma ese mismo día, y tuve que faltar. Petra me confesó que había ocupado mi lugar; su madurez me apabulló y arrinconó la mojigatería que mi abuelo se había obstinado en borrar. Comprendí en un segundo lo que llevaba explicándome durante años...
Al día siguiente estábamos, Antonio y yo, andando como reyes por el medio del patio para sorpresa de todos los que en ese momento estaban en el patio, hasta el mismísimo Coro dejó de entrenar ese día, esto último no lo recuerdo, pero tengo claro en mi mente el ancho pasillo y lo grande del patio cuando el tirillas y yo andábamos de una esquina a otra, sin prisas, bajo la atenta mirada de todos, incluidos los profesores. Claro, que esto hubiese sido distinto de no encontrarse al otro lado de la valla, en la calle, el Lechero, Juan, Pedro Luis, Javier, el Míguel, Carlos –siempre fumando-, Raúl, Alfonso, y la bellísima Petra. Debido a la protección y seguridad que Antonio disfrutó hasta el último día, al acabar el Colegio juró que jamás nos olvidaría, “estuviéramos donde estuviéramos” –decía-, “fuésemos quienes fuésemos”.
Nunca se casó, su homosexualidad nos la confesó en un correo memorable, y todo su tiempo libre lo dedica a crear unos mapas vitales, “biogramas”, de todos los compañeros de curso. Éramos veintidós de los que sólo quedamos diecinueve: Navarro tuvo un accidente de moto dos años después de acabado el colegio y Salvador se enredó en una cuerda cuando intentaba saltar por la ventana de la cocina desde la casa de su vecino hasta la suya, tenía veinte años; Carmen no superó una leucemia el año pasado. No todos fuimos a su entierro, pero cuando una desgracia de estas ha sucedido la sentimos como si hubiéramos perdido a un hermano.
Apenas recordaba a mis compañeros cuando acabé el colegio, han sido las nostálgicas y detalladas cartas de Antonio las que me han refrescado el recuerdo de todos ellos. En ocasiones he intentado no abrir las cartas que manda en papel verjurado y ocre, pero me es imposible. Con los años he necesitado conocer datos o sucesos de mis antiguos compañeros para recomponer las historias de alguno de ellos, como el día que llamé al Registro Civil haciéndome pasar por otra persona para averiguar la identidad del marido de una compañera. La fortuna, pero también la desgracia, quiso que mi llamada la atendiese Laura, una de mis mejores amigas en octavo curso, que trabajaba de funcionaria en aquellas oficinas. Laura me informó secretamente del nombre y apellidos del marido de Raquel. También me insinuó el nombre de nuestro compañero, Andrés, casado con una chica del grupo C, jefa en una comisaría.
Le comenté a Antonio mis averiguaciones y sin su aprobación continué con el divertimento. Quería conocer el alcance de la red que habíamos creado, esa que el propio Antonio había alimentado. Por razones que desconocía Antonio no quería que usara de sus conocimientos para “jugar” como él lo llamaba y, ciertamente, yo deseaba “jugar”. Aproveché las vacaciones de verano para trazar una subred entre algunos de nosotros; un inocente juego, pensaba. El juego fue cuajando entre los compañeros, por supuesto sin contar con Antonio, ni con Estanis, que nos adoctrinaba todos los días con su filosofía para que desistiéramos de nuestra búsqueda. Multiplicamos el esfuerzo y en pocos días lo sabíamos todo de nuestro hombre. Enlazamos el collage biográfico y sentimos la fuerza de nuestra unión, a la vez que su tiranía.
Aquel hombre no era especial, su vida carecía de acontecimientos reseñables, salvo multas impagadas y una baja por enfermedad hacía tres años. Una vida entre vidas. Aunque nada volvió a ser igual desde ese instante. Garbiñe discutió con Estanis, y éste se lo contó a Raquel. Raquel enfurecida me escribió pidiéndome toda la información sobre su marido y un -“no te atrevas a querer saber nada de mí, ni de mi familia, ni de nadie más; Imbecil”-. El juego había terminado de forma abrupta. Tenía razón.
Siempre habíamos conocido de nuestros compañeros una sucinta biografía que Antonio elaboraba escrupulosamente sin datos escabrosos ni cuestiones que ahondaran cruelmente en las dificultades propias de nuestras circunstancias: enfermedades, cambios de trabajo, mejoras profesionales, bodas, nacimientos, comuniones, tristemente entierros, o algún encuentro de confraternización, eran la norma de sus pesquisas sobre nosotros, pero en ninguna caso los datos proporcionaban morbo o generaban angustia. Era una amable historia que tendría su final el día que, alguno de nosotros, o el mismo Antonio muriese, pues siempre reiteraba su compromiso de continuar con su particular agradecimiento “hasta el final”.
Estoy seguro que detrás de esa búsqueda febril por nuestro presente se escondían datos invisibles para los receptores, que Antonio atesoraba y protegía sin inmiscuirse en nuestras vidas. Yo había traicionado la noble herramienta de memoria que él se afanaba en mantener siempre reluciente. Estuvimos cinco meses en crisis. Nada de cartas ni correos electrónicos. La confianza se había perdido, yo la había mancillado, y todos habíamos sentido lo poderosos que éramos con el pasado de nuestros compañeros. Me aterrorizaba.
Eduardo ocultó la perdida de su empleo, casado y con cinco hijos, los meses que siguieron a su despido fueron fatales. Llegamos tarde; una depresión le ahorcó en el garaje de su finca. Su funeral motivó nuestro reencuentro. Nadie me culpó abiertamente. Era como si los ángeles de la guarda nos hubieran abandonado. Estanis habló por el resto y nos convenció con su idea de inutilizar la memoria de Antonio para todo aquello que fuese hostigador, policial, o gratuito, y nos convenció para que blindáramos nuestro futuro de cualquier hecho que no fuese libremente elegido, es decir: “todo lo que Antonio nos envía es Pasado” -dijo con su radiofónica voz. No en vano, él era la voz de los informativos de la cadena estatal. Antonio prosiguió su trabajo. La normalidad regresó al grupo.Coincidimos en la boda de Julia y en la presentación del libro del hijo de Luis. La próxima cita la tendremos en septiembre en la galería de Eugenio, la exposición será extraordinaria. Antonio ha inventado un programa que produce un dibujo de nuestra vida. Él introduce todos nuestros datos, sus datos, y el programa genera una imagen en tres dimensiones parecida a un paisaje rocoso lleno de colores. He visto el mío y es bellísimo mucho más bello que lo que ha sido mi vida. Los paisajes de Antonio ocupan tres metros y eso que sólo tenemos treinta y cuatro años. No se venden. Los regala. Es su forma de decirnos lo que somos y también, por qué no, si pudiera decodificar cada color o pequeño brote con los hechos que lo han propiciado, sabría leer la historia oculta de todos los demás, y también la mía. Pero el Arte hace que el retratado sea ya por siempre quien nos dice el pintor que es: la autonomía de la obra de Arte es de una arrogancia insoportable y eso de que su presencia someta a los hombres y les muestre lo que de ellos quedará, nunca he podido superarlo. Puede que no vaya esta vez, para no verme tentado ni comparado con los demás. Tengo suficiente con las cartas, pero en realidad, siento una enorme curiosidad en observar el conjunto. Me dijo Antonio que el programa era muy preciso, que los “retratos” de las mujeres eran más caóticos que los de los hombres, y que tenían campos de color continuado en mayor proporción que los varones. Me aseguró que es un fallo de ajuste, pero viendo las pruebas, creo que no es descabellado el resultado. Petra estará en la sala, merece tener la obra más hermosa. Imagino un papel inmenso de tres por cinco metros de color dorado y suaves líneas verdes junto a círculos plateados... y cartas, cientos de cartas, toda una vida por decir, que oculta acabará en el fondo de un cajón o en la hoguera una mañana.
Una noche.

¿Cuántas veces dices que me hablaste de él?
¿Y cuántas te dije que no lo quería saber?... ¿Cuántas?... ¡Mírame!.
¿Cuántos días te peinabas en el ascensor, o en el cristal del autobús, o al entrar en el portal?
¿Cómo decías que se llamaba?... ¿Cómo?
Pero ¿aquel no era el de Inmaculada?
¡Y tú... con él!... ¡Ese...!
¿Y ella? ¿Y sus hijos?
¿El amor?
¿Qué coño hablas tú del amor?
¡Qué nunca aprendí nada! ¿Qué...?

¡Te quise! ¡Te quiero! ¿Eso no significa nada?
¡Ah, No!... ¿Nada?
¡Nada...! No significa nada...

¿Nada?... nada... ¡Dios!... nada...
... espera, para, espera... quieta...

No despiertes a Pablo... espera.
Todavía tengo... lágrimas, miedo...,
y la navaja.
Nerea.

“-¡Tráeme las tijeras y el hilo, y dos agujas que están encima del tocador!... ¡No pierdas el tiempo leyendo esas revistas para niñas estúpidas y ponte a leer lo que te ha mandado la maestra!... ¡Y antes de venir pasa por el baño y coge del costurero el dedal y la bobina de color azul!... ¡Y no tardes, que enseguida vendrá tu padre y nos pondremos a cenar los tres!-”; calló durante unos instantes y de nuevo, elevando el tono de su voz dijo: “-¡Si no estás ocupada riega las plantas del jardín y coloca bien las macetas de la entrada que el gato ha vuelto a tirar la arena!... ¡Y llena de agua la regadera para que no se la lleve el viento!-", cuando con voz más baja repitió: "-Para que no se la lleve... que no se la lleve-”, antes de abrirse la puerta y saludar a su marido. Desde la tumbona con un inocente gesto sonrió al estropeado pero amable rostro del hombre, acariciándole la mejilla e invitándole, antes de sentarse a la mesa, a que se diera un prolongado baño caliente. Cuando el hombre se perdió por el pasillo la mujer se levantó, sacó de detrás del cojín que tenía a su espalda la fotografía de su única hija, muerta hacía ocho años, para colgarla en la pared junto a la ventana, y sin lágrimas en los ojos dirigirse a la cocina a preparar la cena. Mientras, su marido, cabizbajo y en la habitación del fondo de la casa, susurraba: "-Te he traído esta revista, era la última, pero me han dicho que saldrá otra la semana que viene, como aquellas que...-”, “-¡Vienes!-”, gritó la mujer, “-¡Voy, sí! ¡Ya voy!-”, respondió el hombre desde la habitación, dejando la revista encima de un montón.
La niña.

De la casa de enfrente cuelgan sábanas rosas y otras verdes, sus ladrillos a soga y tizón rojos y cremas forman el dibujo de un marco Rococó, los herrajes, las ventanas, hasta las persianas de hierro son. Salvo las manitas de la niña que asoman en el balcón -el cuarto-, jugando con el aire, todo lo demás, el resto, es vulgar, sucio y gastado.

sábado, 14 de abril de 2007

A debate.

Abandonado a su suerte, una madrugada de marzo, junto a la caseta del guarda entre la montaña y el valle, lloró la pérdida del camino, traicionado -pensaba él- por su olfato: –“¡A los perros les traiciona el olfato!”-, dijo la musaraña abrigada por las hojas caídas del otoño; –“¡A los perros les traiciona el amor!”-, replicó jocoso el caballo mirando de soslayo entre los maderos de la finca; –“¡A los perros siempre les traicionó el hambre!”- contestó el zorrillo mientras husmeaba en un agujero del suelo; –“¡A los perros les traiciona el juego!”- susurró la voz de la ardilla detrás del árbol, -“¡El juego, y la fiesta, eso les traiciona!”- gritó otra ardilla desde la copa; –“¡A los perros les traiciona su pereza!”- musicaba con sus patas traseras la cigarra; –“¡A los perros les traiciona su coquetería!”- cantaba el ruiseñor anunciando, ya de paso, la mañana sobre la rama apoyada en el río; –“¡A los perros les traiciona su memoria!”- dicen que dijo el pececillo cuando saltó en el agua; –“¡A los perros les traicionan las prisas!”- parece que apuntó aquella liebre que escapaba del cazador; –“¡A los perros les traiciona su nervio!”- escuchó intranquilo el gorrión decir al Halcón mientras éste le rondaba desde lo alto del plomizo cielo; -“¡A los perros les traicionan los hombres!- balaban a lo lejos las ovejas encerradas en el matadero; -“¡A los perros les traicionan otros perros!- ladró el perro del alcalde; –“¡A los perros sólo les traiciona el ser perros!”- dijo por último el muchacho: -¡A quién se le ocurre seguir los pasos de los hombres!”-.
De profundis.

Los libros de la estantería me susurran su nombre, una maldición que no me deja descansar desde hace semanas, o meses... estoy seguro que años si pudiera recordar mi adolescencia. No me abandona y tampoco me permite compartir su repicar con la memoria de otros... Nada recuerdo de aquel que pintaba en azules, ni el que tuvo un accidente... ni del estúpido que hablaba siempre... ni mujeres; mujeres... ninguna. Pero su nombre, una y otra vez, una y otra vez, persiguiéndome sin descanso. ¿Fui yo quien arroje a la hoguera todos sus libros? Debió de ser así... creo. Ya casi no recuerdo, no recuerdo nada, eso me preocupa pero no me alarma. Bueno me alarma pero no me detiene. No me detiene aunque no sé hacía donde tengo que dirigirme. Camino sin saber hacía dónde... como el destino... creo. Observo los escaparates, sonrío a las amables personas que me saludan aunque yo no recuerdo sus nombres. No recuerdo sus nombres pero me llaman artista -“¡Artista!”- ha gritado alguno desde la otra acera... Imbecil. Responder al teléfono ya no lo hago, no conozco quién llama; no confío en nadie. Paseo sin saber cómo encuentro de nuevo mi casa, mi habitación. Se lo debo todo a mi perro. El único. Mi perro... se llama... da igual... una mañana ya no me acordaré y le llamaré... cómo le llamaré... ¡Bah!... ¿Cómo le habré llamado hoy? ¿Cómo te he llamado hoy? ¿Cómo te llamabas?... Mi hija me trae la comida. Ella dice que estoy bien para mis años... no sé tampoco mis años. Mi hija no viene siempre... o yo no la veo. ¿Cómo te he llamado hoy?... Mi hija se parece a su madre. Mi hija fue hija única... Otra vez ese nombre, otra vez ese dichoso nombre. Tanto tiempo en la cabeza me habrá hecho daño. Me duele pensar en su nombre pero fue grande, el más grande de entre todos los pintores. Sabía qué era la Pintura. No recuerdo mis cuadros... pero los suyos los tengo grabados en la cabeza... Los míos casi los he... yo pinté hasta los... treinta y... cuarenta y... dos... Era bueno, muy bueno, yo era el mejor, el más diestro, el mejor... Era bueno; bueno y sensible, dice mi hija. El mejor. Bueno, muy bueno... Él era peor pintor, peor persona, peor en todo, y dibujaba muy mal... Dibujaba... mal; hacía dibujos vulgares. He tenido todos sus libros... Los que me regaló, sí, eso es, sí, los regalados fueron los primeros que quemé... Ven aquí ¿Cómo te he llamado hoy?... Asistí a todas sus exposiciones, allí donde se celebraran. He viajado mucho, he ido a América y a Asia... y... a... Ahora ya no pinto. Ya pinté lo mejor que tenía que pintar. Nadie lo ha superado. No conozco a nadie que pueda pintar mejor... Sólo yo podía pintar mejor que yo... pero no quise. No quiero comer más... Hoy no saldré a la calle... más. Hoy, mi hija, me ha dicho que ha muerto... que el nombre a muerto... Se ha confundido en la fecha de su muerte. Mi hija dice que murió hace treinta años: -“igual que mamá”–. Casi no recuerdo nada pero la palabra “muerto” y “treinta años”, y “mi mujer”, no se me olvidan; su nombre tampoco... aunque no lo recuerdo. ¡Muerto! ¡Treinta años... muerto! Alguien tan grande. El más grande que hemos tenido nunca. No puede ser; Imposible... Hace treinta años. ¡Dios! Lleva treinta años muerto... empiezo a recordar..., ¡Dios! Empiezo a recordar. Hace treinta años, en su taller, después de su exposición en el Museo, la grandiosa retrospectiva junto a Zurbarán, él, heredero de la tradición... él era más grande que Zurbarán... En su taller, mientras sus hijos jugaban en el piso superior, le asesté cien puñaladas con el cuchillo empastado de rascar su paleta. Cien puñaladas... ya recuerdo. Treinta años, mi hija, su hija... ya recuerdo. Recuerdo lo que pasó, recuerdo su casa y a mi mujer con él. Recuerdo mi odio, sus voces, sus cuadros... Recuerdo que ella lloraba... recuerdo sus cuadros... y que él lloraba... no, el no lloraba... y yo también lloraba, yo sí lloraba. No recuerdo ni una sola de las puñaladas... serían veinte... o una... y el asco... el asco y el miedo... y el miedo y sus cuadros. Después nada. De nuevo ese nombre en mi cabeza, ahí está, lloviendo pintura... desgastando pinceles, arañando los lienzos, pintando, siempre pintando... Que hermosos eran sus cuadros ¡Hermosos! ¡Únicos! Yo era bueno, era el mejor, todo el mundo lo decía... Si pudiera recordar los años de colegio... y después... Pinté hasta... los cincuenta... y cinco. Era el mejor. Que lástima que no recuerde mi nombre... ni el suyo... ¿y mi hija no viene hoy? Alguna vez mi hija me lo ha dicho... me llamo... empieza por T... o por S: ¿Cómo me llamo... chucho... cómo me llamo... dime?... Mierda... da igual. Otra vez el nombre ¡Ese maldito nombre! ¡Ese nombre completamente vacío para mí!

viernes, 13 de abril de 2007

Luis

Aquella mañana el Padre de Luis decidió que el cumpleaños fuese distinto a todos los demás. Entre los regalos no faltaron la nueva cadena de oro, las sábanas bordadas con hilo de plata por una costurera inglesa, una opípara merienda en el templete del jardín, junto al laberinto y el caballo español, incluyendo el avioncito de metal –regalo de la hermana de diez años- y los primeros cuadernos de números que Luis no debería de tardar en rellenar, gracias a las enseñanzas de su tío Franz; su precocidad no tenía con quien compararse en toda la región. Su Padre reservó una enorme pared de la casa sólo para Luis. En ella, bajo las hermosas letras del nombre de su hijo en deslumbrantes letras de oro, escribió tres palabras, una por cada uno de los años que había cumplido hasta la fecha. Pero antes de pronunciarlas recordó que las palabras debían de resumir la existencia de Luis en ese año, así, poco a poco, la lista de palabras iría componiendo un “significativo retrato –dijo levantando la copa- elaborado por todas aquellas personas que lo amaban”.
Dado que el Padre de Luis había estado ausente por negocios en El Salvador, cedió el honor de inaugurar tan determinante lista a su mujer, no sin maldecirse por su involuntario alejamiento con extravagante humor. La madre de Luis, describiendo con la vista un dibujo ciego entre las molduras del techo, dictó con una media sonrisa la primera palabra: “Vida”. El hijo mayor, artista de profesión, caligrafió con suma delicadeza en la pared la palabra que el Padre escuchó con los ojos cerrados, paladeando histriónicamente cada letra como si de un vino se tratara. Los aplausos de los invitados avergonzaron a la madre que agachando la cabeza ocultó la risueña boca con su pálida y enjoyada mano. Una lágrima saltó a su mejilla para algarabía de los más de cien asistentes. Manos en alto, el padre de Luis pidió silencio subido en una silla. Todos callaron. Se anunciaba la segunda palabra.
Para sorpresa de unos pocos el padre de Luis dijo: “Puesto que el segundo año en la vida de mi hijo lo pasé en El Salvador, ultimando los negocios que me habían conducido allí, quien deberá de pronunciar la siguiente palabra es, sin duda, la persona que más tiempo pasó con mi retoño y que, por supuesto, dio buena muestra de su cariño, y amor, por mi hijo”... expectantes, todos los presentes desgranaban incrédulos la frase que acababan de escuchar sin comprenderla en su totalidad y sin encontrar la fisonomía que se ajustaba a dicha definición, aunque, no sólo yo pensábamos lo mismo sin atrevernos a imaginar que pudiera referirse a aquella persona que a cada segundo se iba haciendo más y más real. Sin duda, quien mejor había conocido a Luis aquel año tuvo que ser la mujer que le cuidaba, la enfermera de la clínica en la que estuvo ingresado seis semanas en coma, y diez meses recuperándose, posteriormente. Nunca supimos lo sucedido, o nunca lo supimos de su propia boca. Se especuló con una caída por las escaleras, se habló de una extraña enfermedad, un virus desconocido llegaron a decir, pero la verdad es que jamás supimos la razón de su gravísima enfermedad.
Aquella mujer a la que se refería el padre de Luis se encontraba en el salón, muy próxima a los ventanales, tras los cuales, la lluviosa tarde, amorataba el paisaje. Tapada por las cabezas de otros invitados apenas se la veía. Delatada por la directa y profunda mirada del padre, la enfermera, asustada y temblorosa como si hubiera escuchado una inesperada condena, frunciéndose una amplia chaqueta alrededor de su prominente barriga de siete meses, vestida con un -impropio para la fecha, pensé-, traje verde claro a juego con un rancio pañuelo que parecía anudar su cabello a su desaparecida cintura, no podía siquiera levantar su cabeza del suelo, y mucho menos soportar la mirada de toda la concurrencia. Los invitados la miraban asombrados, y todos, sin excepción, intentaban ver en ella una enfermera, una doctora, una virgen compasiva que salvó a Luis de una muerte segura, un ángel salvador que les inspirase la misma ternura que debió de aspirar de sus dedos el enfermo infante, pero ninguno de los que allí se encontraba podía apartar sus ojos del abultamiento y la lividez de su piel, manchando así cualquier intento de consagración de aquella joven. Sólo los chisporroteantes pedazos de leña ardiendo en la chimenea se oían de un extremo a otro del salón; fuego decorativo aquella tarde de mayo, pero útil, al fin y al cabo, puesto que el frío en la mirada de aquella desencajada mujer se contagió a todos los presentes.
El padre de Luis respiró tan profundamente que pareció hacerlo por cada uno de nosotros. La madre de Luis ahogó su llanto tras los apretados labios, cruzando la mirada con la enfermera, suplicando oxígeno una, condescendencia la otra. Cuando la quietud y el silencio nos habían convertido en estatuas de sal a la espera de una simple palabra que desentrañara el enigma para resucitarnos, una docena de jovenzuelos, amigos de mi hermana que jugaban en el porche al pilla-pilla, irrumpieron a la carrera en el salón sin advertir nuestra pose. Cada uno de ellos correteaba y chillaba entre los invitados evitando chaquetas, bolsos, mesas de copas llenas, sillas, alfombras, cortinas y, por supuesto, no ser tocados por el primo de Luis. Por alguna razón los niños se fueron calmando y bajando su voz, a la vez que miraban a la embarazada mujer temblar estrangulando su vestido con las dos manos debajo de su pecho. Aire, quería aire, suplicaba su perdón o su inmediata muerte, y se hubiera arrancado la piel de haberla encontrado. Cuando ya nada ni nadie se movía en el fantástico salón, la mujer descerrajó entre dientes como un quejido la palabra “cruel”, e inmediatamente echó a correr por el pasillo. Al verla, los niños se espantaron como gorriones y reanudaron su frenéticos correcalles, riendo y gritando todos a la vez: “Cruel, cruel”, -y otros-“crujir”, “croar”, “cruda” atravesando en su vuelo un bosque de piernas y brazos de invitados que se agitaban como peleles atacados por una ensoñación al borde del abismo. Mientras salían al porche, los alborotados niños se confundían con copas rotas, el portazo de la mujer en su huida, y los lloros de Luis en la cunita junto a su madre. El padre de Luis balbuceó su venganza con ojos de insomne extendiendo lentamente la mano hacía su hijo pintor. Tardó unos segundos en entender el mandato del padre, pero en unos segundos con un gris parduzco, y ciertos titubeos, acabaría de escribir la palabra “Cruel”, en la lista de la pared. Los invitados procuraron, unos con otros, acompañar con conversaciones intrascendentes y animosas la caligráfica escena, sin aludir, claro está, a lo vivido, para arrinconar el silencio, conociendo instantáneamente su papel en este inusitado y tragicómico vodevil.
El padre de Luis sujetó del brazo a su desorientada mujer, instándola a sentarse en un sillón y, ahora sí, seguro de sus gestos y confiando el infortunio a su excelente educación, repartió sonrisas entre los asistentes antes de susurrarle a su hijo algo breve al oído, alejándose de la pared, pensativo, abriendo su pitillera camino de ningún lugar, solo.
Cuarenta años después “La casona de lo alto” como se la conocía en la comarca, se había convertido en un enorme cobertizo. La hermosa verja de forja arrodillada a los pies de su muro cuarteado, ventanas desgajadas, ningún cristal, malas hierbas y zarzas. Las puertas de madera del Brasil que el abuelo de Luis mando fabricar como regalo de boda para su hijo, se apilaban carbonizadas en el centro del salón; las paredes de las habitaciones despojadas de sus exquisitas telas, recuerdo de un boyante pasado textil de la abuela de Luis, parecían haberse convertido en gigantescas colinas de piedras recorridas por heridas de hierro y humo con techos a cielo abierto; a cada paso el terror del olvido en los jirones de moqueta, molduras tronchadas, y polvo en costra. Toda la casa era irreconocible y sin embargo era la misma. Desde los hornos de pan de la cocina la perspectiva era única: El prado descendiendo entre pinos y eucaliptos y de fondo el mar siempre en calma, como todos hemos imaginado alguna vez una idílica entrada al paraíso. En el pueblo nadie recuerda que sucedió, exactamente. Una de las ancianas pretendió indicarme una humilde casa de pueblo donde podía buscar a la viuda del hermano de Luis, el pintor. No quise saberlo; no quería estar tan cerca, me repugnaba la historia que contó sobre la desgracia de aquella familia, pero la anciana no parecía mentir. No lo hizo. En el salón de la Casona acompañado rítmicamente por el eco de mis pisadas topé de frente con la pared que acabó con los sueños en letras doradas aquella tarde. Luis cumplió diecisiete años y en la pared, el pretendido “significativo retrato” confiado a las palabras, se había truncado nada más nacer.