sábado, 28 de abril de 2007

Junto a la hoguera.

El sol, en lo más alto del invierno, calentaba la techumbre de chapa y cartón como un fogón a punto de expirar su última llama. Los chiquillos se abrazaban en falsa pelea para darse el calorcito que a la casa le faltaba, mientras la madre suplicaba por la ventana que llegase antes la noche que el truhán de su marido. En la salita-comedor-dormitorio-cocina, nadie pide comida para que la respuesta no les pegue las tripas y seque la boca, mientras la madre confirma, que aquello que se tambalea como sombra en el horizonte es el padre de las criaturas. Azuza el fuego con prisa para que hierva el caldo y la maravilla del hirviente rojo paraliza iluminados los rostros de los pequeños, dorando la piel de la madre como si un tizón hubiese escapado de la hoguera, en el instante que la puerta se abre de una patada y aquella mole de carne y voz quebrada ciega el ocaso y espanta a garrotazos la inocencia. La noche hace tiempo que está bien entrada cuando la madre amoratada arropa a los niños junto a la estufa con tres mantitas sucias y vencidas, mientras la grande raída y oscura tapa el cuerpo del padre para que los niños no sueñen con el hacha clavada en su pecho . La noche es fría, más fría que la mañana, pero hay silencio, aunque la muerte sea el olor de la calma.