sábado, 28 de abril de 2007

Tardes de domingo.

Trataba de no llenarme hasta arriba los bolsillos con chucherías para no llamar la atención de la cajera que no quitaba ojo a mi amigo despojada de vergüenza, como siempre que se cruzaban en la calle en la tienda o en la escalera de su casa. La táctica era sencilla: cada uno a lo suyo, para mí los chicles para él la chica.
A mí, la costumbre me hace elegir la izquierda, así que por ese flanco iniciaba mi personal paseo por la tienda. Mi amigo mientras, dejándose querer, ocultaba mis ansias y mi torpeza por coger todo lo que podía, pues no era yo un consumado ladronzuelo ni me atrevía a compararme con la habilidad de mi amigo en chocolates, pipas y pestiños de miel. Su destreza iba mucho más allá de los dulces fresones, los ositos de goma y las pastillas de burra, llegaba al éxtasis cuando consumaba la conquista de la jovencita de turno, que engatusada con esa mezcla de teatro, danza y palabra, le confesaba que tenía novio, pero que lo dejaría todo por irse con él; ilusas. Era en ese instante cuando su henchido ego taponaba las heridas que la culpa le había dejado por su último abandono. Nada cambiaba, salvo que en el barrio no todas las dependientas eran chicas y, poco a poco nos íbamos quedando sin tiendas y, por lo tanto, sin las tardes de los domingos y sin aquel sabor de aventura, besos y azúcar.
Los años pasaron para los dos con distinta suerte. Yo abandoné aquel juego el día que un comerciante me atizó con un palo en las manos, mientras mi amigo, absorto, toqueteaba a su hija en la trastienda. Mi mente, concentrada en forrarse los bolsillos de la cazadora con toda clase de caramelos, había descuidado el oído y apenas me quedaba miedo para gritar “¡Corre!”, pero sin proponérmelo tuve suerte. Mi amigo vivió el paso a la edad adulta con algo más de premura, puesto que los golpes fueron acompañados de la impredecible audacia creativa de aquel hombre que lo desnudó y paseó por todo el barrio hasta llegar al portal de nuestra casa. Nunca se recuperó de tan desproporcionada humillación, puede incluso que fuese una penitencia que él mismo aceptó por el dolor que siempre pareció acompañarle tras el efímero triunfo por haber desorientado el rumbo de tantas jovencitas. Yo, poco después, cambié de barrio, él siguió en el mismo, en la misma casa, en el mismo sitio.
Hoy no sé casi nada de mi amigo, pero de no ser por aquellos años y sus hermosos y épicos domingos nada tendría que contar hoy a mis cincuenta y seis años, pues todas las aventuras que he vivido, todos los besos que he dado, me parecen soñados. Sólo los que están bañados de azúcar se me quedaron grabados, eso, y darme cuenta en su día como la vida te ultraja y desnuda la primera vez que has amado.
Veo, desde la acera de enfrente, las ventanas de la casa de mi amigo y acude a mi boca la saliva edulcorada como instantes antes de que aquel comerciante nos atrapara. Sube la persiana, mira a través de la ventana, se asoma, y mientras se echa la niebla en este otoño déspota, me observa ciñéndose la bata. ¿Qué tendrá el azúcar que igual que pega los dedos te pega a la infancia?