domingo, 20 de mayo de 2007

Juan.

Salió en busca de algunas maderas para la chimenea. El frió había sorprendido a la comarca y los hogares húmedos y vetustos que se calentaban con lo que tenían a mano, algunos con papel y cortezas, otros con tacos de leña del final del invierno. La madre de Juan con algunos trapos y petróleo. Pero el frió había comenzado pronto y la noche auguraba un duro temporal por lo que Juan se internó en el bosque cercano y recolectó las ramas grandes y gruesas, junto con monte bajo y algo de hojarasca, que seca chascaba al fuego y hacía reír a su hermano Javier. De vuelta a casa en lo alto del bosquecillo se detuvo a contemplar el atardecer que iluminaba nevada la aldea. En el centro una casilla parpadeaba en sus ventanas un tímido resplandor de templado hogar; era la casa de Juan. De repente el bosque se lleno de luciérnagas en su baile celeste y rodearon a Juan sin que éste se moviera ni siquiera las advirtiera: una, la más brillante, se posó en su frente; dos cervatillos se aproximaron por su espalda, y los pájaros trinaron en bajo, silbando flojo, para no despertar a los árboles. Juan miró alrededor y creyó estar volando, no sentía su peso ni el crujir del suelo, creyó en la felicidad, soltó las ramas, abrió sus manos, e intentó acariciar aquellos diminutos ángeles que se desvanecían. Juan estiró sus brazos en cruz levantó la mirada a la nada y su rostro se llenó con una sonrisa plácida y algo asustada, en el instante en que los ojos se llenaban de lágrimas, los cervatillos huían, y los pájaros aleteaban lentos y tristes, casi borrosos. Tumbado en el suelo, boca arriba, mirando al cielo, veía a la vez a su hermano, a su madre junto al fuego, la ventana, la casa, la aldea, la nieve, la luna, la copa de los árboles, y la cara de aquel cazador al que veía mover la boca pero no escuchaba. El silencio le dio miedo; después, oscureció.