viernes, 22 de junio de 2007

Suena el móvil.

El pequeño de los hermanos no dejaba de mirar por la mirilla. Suena un móvil. El mayor retorcía el pañuelo húmedo. La hermana bajaba la persiana. Suena un móvil. El recién nacido dormía junto a la cama de los padres. La sabanita caída, la mesilla volcada, suena un móvil, el edredón tapando a la madre boca abajo en la alfombra, despeinada, con los brazos abiertos, en su puño una corbata, ensangrentado su cuello, su espalda y el suelo. Suena un móvil. El pequeño da la alarma, suena el timbre, llama un vecino, el mayor tira el pañuelo, la hermana salta desde la silla, suena un móvil, la sangre de la madre en charco frente al baño, la del padre absorbida por el mantel. Suena el timbre, golpean la puerta, suena el móvil, se oye hablar a dos vecinos, el pequeño tiembla bajo la mesa, suena el timbre, el mayor mira a su padre, la hermana mete en una bolsa el cuchillo, suena un móvil, las botellas, las llaves, la cartera, un tenedor, y el móvil que su padre llevaba en la chaqueta. Suena el timbre, suena el móvil en la bolsa, el pequeño llora, el mayor mira a su padre, la hermana esconde la bolsa en la ducha, suena el timbre, suena el móvil, golpean la puerta, suena el timbre, la hermana se abraza a la madre, el recién nacido despierta, el pequeño llora, suena el móvil, suena el timbre, el vecino grita, golpea la puerta, el pequeño grita, el mayor se levanta coge al bebé en brazos, suena el móvil, la puerta, el timbre, las voces de los vecinos, el llanto del bebé, el pequeño bajo la mesa, suena el móvil, el mayor abre la puerta, manchado de sangre abraza al bebé que llora como el pequeño, como la hermana, abrazada a la madre, los vecinos se callan, se calla el móvil se calla el pequeño, la hermana y el bebé. El mayor mira al bebé sonríe y le da el chupete delicadamente para que pueda dormir. Silencio. Mucho silencio. Suena el móvil.
Esta historia.

Esta historia se cuenta en cada una de las casas que se encuentran en las montañas al otro lado del pinar, pero siempre que se acaba de contar, el pinar se quema y quienes la han oído van hacia las llamas creyendo que las pueden apagar. Ninguno de los que acuden regresa jamás, ninguno, a pesar de que el pinar arde y se apaga, minutos después de comenzar. Algunos pastores de la zona relatan con temblores, como si vieran pasar a los fantasmas de los muertos en su funeral, que ninguno se detiene ante la descomunal llama y que todos van tranquilos hacia el fuego con las mangueras apagadas, algunos desnudos, sin agua, nada, incluso se sabe de algunos niños también. Los más escépticos, culpan a los molinos de viento que serpentean la montaña y al ruido que enloquece a las personas, y a las vacas y a las moscas, que dan vueltas en círculo a los troncos hasta morir agotadas. Esta versión no es la más rentable para el pueblo, por lo que todos aquellos que niegan la existencia de las llamas están internados en el hospital del pueblo sin recibir visitas, sin calefacción ni luz eléctrica, pues para iluminarse se les administran velas y antorchas, y se les deja mirar por una minúscula ventana. Sólo se les permite regresar a sus casas cuando un tribunal comprueba que ya ven las llamas; pero aquí dentro no se escuchan los molinos.

lunes, 11 de junio de 2007

Jinetas.

Parecía que los días le dolían por la profundidad de sus ojos y a cada momento ella le preguntaba: -¿Te encuentras bien?-, a lo que él siempre respondía: -¡Claro, mi amor!- Cuando al atardecer hundía su cabeza entre las manos ocultando su rostro y exhalando un suspirado lamento, ella siempre le preguntaba: -¿Te encuentras bien?, a lo que él siempre respondía: -¡Por supuesto, mi amor!- Los años no les distrajeron, a una y a otro, de sus preguntas y respuestas, y así continuaron hasta aquella mañana en la que ella le golpeó con fuerza la cabeza, él la empujó contra el fuego, ella le atravesó el estómago con el hierro, él le clavó la botella en la cara, ella le acuchilló el cuello, él le partió el brazo, ella le sacó un ojo, él patinaba en sangre, ella se murió antes, él llegó a abrir la puerta de casa... y poco más; los dos acabaron en el pasillo amontonados. Que muerte la de estos dos jóvenes desconocidos en el barrio, sin profesión ni amigos, sin hijos y sin familia, que todo el mundo ha olvidado porque nadie los identificó nunca con personas. Aún hoy en la comunidad de vecinos la historia se recuerda como un mal sueño que nunca dejó huella. –“Ahora que lo dice, sí que recuerdo algo que me contó mi Madre”-, me responde el vecino del segundo -“contaba que aquello había sido como una pelea de nutrias, como si se hubieran terminado dos jinetas a mordiscos”... “Dos jinetas a mordiscos”, resonaba en mi cabeza, “dos jinetas a mordiscos”.

Del miedo (III).

Tenía la mirada más fría de cuantas jóvenes vinieron a la fiesta; y los labios más hermosos de cuantos había visto hasta la fecha. Tenía manos de largos dedos, casi trasparentes, y delgadas muñecas que no soportaban el peso de las pulseras. Su cuello, fino y delicado, era como una columna donde reposaba ese óvalo de adusto gesto e infinita melena; qué fuerte apretaba los dientes cuando reía, y qué figura ofrecía sentada al borde de aquel rompeolas. Cualquiera que pasara a su lado sentía algo especial, eso que se siente cuando nuestro cuerpo pasa del calor al frío en el mar. El mismo escalofrío placentero que debió de sentir cuando su novio se acercó a ella y con un brusco empujón la arrojó al agua negra y rugiente de la noche desapareciendo para siempre. Desde entonces no me baño, ni siquiera me mojo los tobillos en aquellas aguas, pues no es la primera vez que escucho a desconocidos contar que sumergidos entre las rocas, una radiante figura de mujer envuelta en cabellos dorados les cegaba, mientras aleteaba con sus manos alejándose tras una estela de triste fulgor. Los relatos difieren en los detalles menos relevantes, pero todos concuerdan en que en el momento de aparecer aquella figura, es como si el Sol estuviera bajo las aguas mientras el desértico calor que despide te confunde haciéndote respirar en las profundidades, arrancándote la vida sin dolor, para volver a la consciencia en el instante en el que como una bombilla el Sol se apaga, la oscuridad te apresa, el miedo te revienta y el frío, al fin, te paraliza.
Del miedo (II).

Pisaba cantando la nieve y el barro mientras subía a aquella casucha en lo alto del monte; contenta reía y reía, hasta veros rompiendo los huesos de aquella cabrilla. Balaba la pobre en rojo teñida, manchada de tierra, de sangre, y de piedras; reíais, reíais, con cada pedrada, en cada patada, a cada balada. La tarde rompió a lagrimas en mis ojos, y mis gritos os ahuyentaron como quías de pastor, corristeis en silencio sin esperaros y sin saber si era perro, lobo, o halcón. El susto y el miedo os condujo ciegos hasta el cortado; uno, intentó atravesar de un salto aquel precipicio, el otro le siguió llenando el vacío, y sólo el último se salvó al tropezar antes de huir por el fatal acantilado. Fue entonces cuando enmudecí, tapé con ramas a la cabrilla, te recogí del suelo, y nos fuimos a casa de la mano cruzando una única vez nuestras miradas para sellar el secreto.
Recuerda.

Recuerda Cartero; no olvides mis cartas ahora que voy al cielo, pues de ellas depende el amor por el que yo muero.