lunes, 11 de junio de 2007

Del miedo (III).

Tenía la mirada más fría de cuantas jóvenes vinieron a la fiesta; y los labios más hermosos de cuantos había visto hasta la fecha. Tenía manos de largos dedos, casi trasparentes, y delgadas muñecas que no soportaban el peso de las pulseras. Su cuello, fino y delicado, era como una columna donde reposaba ese óvalo de adusto gesto e infinita melena; qué fuerte apretaba los dientes cuando reía, y qué figura ofrecía sentada al borde de aquel rompeolas. Cualquiera que pasara a su lado sentía algo especial, eso que se siente cuando nuestro cuerpo pasa del calor al frío en el mar. El mismo escalofrío placentero que debió de sentir cuando su novio se acercó a ella y con un brusco empujón la arrojó al agua negra y rugiente de la noche desapareciendo para siempre. Desde entonces no me baño, ni siquiera me mojo los tobillos en aquellas aguas, pues no es la primera vez que escucho a desconocidos contar que sumergidos entre las rocas, una radiante figura de mujer envuelta en cabellos dorados les cegaba, mientras aleteaba con sus manos alejándose tras una estela de triste fulgor. Los relatos difieren en los detalles menos relevantes, pero todos concuerdan en que en el momento de aparecer aquella figura, es como si el Sol estuviera bajo las aguas mientras el desértico calor que despide te confunde haciéndote respirar en las profundidades, arrancándote la vida sin dolor, para volver a la consciencia en el instante en el que como una bombilla el Sol se apaga, la oscuridad te apresa, el miedo te revienta y el frío, al fin, te paraliza.