martes, 7 de agosto de 2007

El tren.

Vacía quedó la estación el día que el tren hizo su última parada. Se apagaron los semáforos, los faroles del andén, las luces del vestíbulo y el cartel con el nombre del pueblo; todas a la vez, como en un belén. La tarde se echaba negra y tormentosa pero de aquella antigua estación nadie se movía. El guardavías acercándose desde la garita calándose bien su gorra, se estiró del traje azul oscuro, compuso la eterna forma con la que parecía adueñarse del espacio e hizo sonar con rabia el silbato, moviendo su mano con la banderita de arriba, a abajo. Algunos niños agradecieron aquel simulacro, y agarrados por sus chaquetillas hicieron un risueño trencito que gusaneó entre los padres y curiosos que aún quedaban en el furtivo andén. Los más jóvenes sonrieron, pero los viejos, con la mirada perdida enseñaban sus dientes entre lágrimas como el guardavías que, con la cabeza agachada, dejó caer su silbato para taparse con las manos la cara. De repente, aproximándose en la lejanía, el viento arrastraba el sonido de aquel poderoso pitido del tren de las nueve, furioso, el primero después de cien años que ya no se detendría, resonando su eco en las paredes de la estación, rebotando en nuestros pechos, a la vez que su deslumbrante faro nos enfocaba y arrojaba las sombras sobre la loma del castillo más allá del final de las vías. Nunca antes habíamos escuchado tan claramente el latigar de los raíles y el vaivén de las catenarias zumbando en la penumbra y el silencio de la noche. Mientras se acercaba el convoy con su ojo de luz, veloz, haciendo sonar su interminable alarido del adiós, algunos se levantaron de sus asientos y otros ni se movieron, como si esperasen un trueno que abriera el cielo. Pero en el instante que aquel relámpago nos zarandeó a su paso, una nube de hojas, polvo, pena y ruido nos cubrió por completo entre fogonazos de irrealidad. Apenas supimos lo que había pasado cuando vimos que el tren se alejaba zigzagueando como un hilo de oro hasta perderse en la lejanía. Fue entonces cuando comprendimos lo que sienten los muertos, los que ya no están, los que nadie espera, los invisibles a los que ya nunca recogerá ningún tren.