sábado, 8 de septiembre de 2007

Epitafio.

He intentado ser toda mi vida un escritor importante al que siempre reconociesen por el estilo, ese secreto de los grandes maestros en el que cada cuadro es distinto y siempre el mismo; pensaba hasta hoy. Pero pasados los años, dolorida la espalda, piernas y manos, aturullada la cabeza de pensar en lo que perdí y atisbar el fracaso de lo que apenas elegí, clausurada mi etapa de vendedor de mangueras de riego, de guía turístico, y de insignificante escritor independiente, ya no me quedan fuerzas para luchar por nada. Y lo que es peor, estaba intentando escribir mi epitafio y componer una esquela brillante que iluminase quién fui, para que los amigos llorasen tan grave pérdida al leerla, cuando me he dado cuenta que los amigos a los que pretendía conmover me abandonaron hace años, y que al resto, los que aguantaron, los dejé por un mal verso derramado sobre un vino cualquiera y un halago rápido. Suplico entonces, a quien encuentre estas líneas, que la lápida sea blanca, sin palabras ni números que delaten mi nombre ni el día de mi muerte; que me entierren aunque sólo creí de niño; que me recen plañideras y curas tras pagarles con lo poco que tenga; que sea un día soleado -ni de invierno ni de verano (de eso ya me ocuparé yo)-, y que al fondo, en lontananza, alguien pronuncie mi nombre a los cuatro vientos, hacia las montañas... Miedo es lo único que tengo en común con el mundo, miedo de saberme acabado en cuanto ponga punto y final a este párrafo.