domingo, 18 de febrero de 2007

Roble.

La pérdida de un caballo, de tú caballo, no es comparable a la muerte de ningún ser humano; es peor. El dolor, insoportable. Tras la inconsolable ausencia, tu cuerpo vuelve a ser el mismo. Las piernas se cierran, escuchas tus pisadas, el peso de su presencia ha desaparecido y de nuevo regresas a la misérrima realidad. Porque cuando se monta a caballo no se es de este mundo; se es Rey, ángel o Dios. Quien todavía no ha montado en caballo no sabe que todos los caballos son alados. Aquella mañana el aire era tibio, la luz suficiente, y la lluvia había respetado la noche. La tierra, blanda pero firme, era perfecta para pasear hasta el río. Los perros de los cazadores ladraban cerca del valle, mientras mis padres descansaban de la fiesta del día anterior. Cabalgamos junto a los viñedos hasta finalizar el camino, adentrándonos en la larga senda que acababa en el puente romano destruido por el tiempo y el olvido hace muchos siglos. “Roble”, así se llamaba, se detuvo en un cortado frente a los montes altos, donde se divisaba la gran montaña y el dibujo del río, abajo, entre los árboles, que un día ocupo este valle. Luego de respirar en aquel balcón, quisimos refrescarnos en sus aguas sin abandonar la senda, cruzándonos con otros animales que iban a beber como nosotros. En la otra orilla el cervatillo levanto su cabeza, nos miró fijamente, retrocedió unos pasos, y se adentró veloz en el bosque sin importarle el crepitar de sus pezuñas entre la maleza humedecida. También los pájaros sacudieron sus alas con más fuerza que de costumbre, alejándose del pequeño claro donde estábamos. Incluso una ardilla me golpeó la espalda impulsándose más allá de la rama que rozaba con mi cabeza. Roble, y yo, nos quedamos solos en el silencio acompasado del agua entre las piedras. Cuando se abren mucho los ojos se escucha mejor pero no se ve nada; muy cerrados o muy abiertos la ceguera es la misma. De repente, Roble se giró bruscamente y comenzó a galopar entre los árboles quebrando cuantas ramas se encontraba, hiriéndose con cortes tan profundos que mis piernas se mojaron de un líquido cálido, cosquilleante, a la vez que se teñían del rojo furioso de su descontrolado cabalgar. Aterrorizado, me caía. La silla no me sujetaba, me aferré al cuello, a sus crines, al lomo, a las destensadas bridas, a las ramas, a las hojas, al aire, nada lo detenía, cada vez más y más rápido cuanto más aumentaba la espesura del bosque. No reconocía nada, ni sabía que hacer, sólo el pánico atenazaba mis piernas a la montura, y ésta a Roble. Lloraba desconsolado, gritaba palabras de un diccionario imposible, y me sangraban las manos del ir y venir del cuero entre mis dedos, hasta que abandonamos el bosque y entre la plomiza luz y las lágrimas de mis ojos pude reconocer la balconada en la que Roble se detuvo a tomar aire. Nos acercamos tan rápido que sin pensar me solté y arrastré por el suelo, cayendo a un penacho rocoso aterrazado bajo la balconada, desde el que pude ver, antes de perder el conocimiento, como se rompían las alas de aquel hermoso caballo que giraba decompuesto cayendo al vacío. No escuché su muerte; sólo brillo. No recuerdo nada más. Aquel caballo que mi padre me regaló en la fiesta de mi décimo cumpleaños no estaba loco como le oí decir a mi tío, ni tumorado cerebral como justificaba el veterinario, aquel era un caballo alado... que un día, como todos los caballos, de un salto... se precipitan a la realidad... y nosotros con ellos.
El Maestro.

Tocaba el cuadro con dedos temblorosos. El perfume del óleo le asqueaba tanto como lo pintado. No lloraba ni parecía querer hacerlo. Miraba fijamente un punto infinito en el color verde, de frente, de cerca, pegando la nariz a un pegotito de pintura que sobresalía en la lisura de la tela. Su tripa hinchada de años removió los colores allí donde la tripa del modelo terminaba de secarse. Sus piernas tan firmes como siempre le empujaban más y más contra el lienzo. Ninguna palabra, ningún sonido, ningún murmullo, nada. De repente un fogonazo sacudió su eco en los cristales, y el brazo derecho se alzó desperezado, como vivo, mientras el resto del cuerpo permanecía allí quieto, de pie, en la misma posición. Su mano izquierda temblorosa volvía a tocar el cuadro, su nariz se manchó de verde, su rostro también, su tripa se aplanó sobre la tripa húmeda recién pintada, sus piernas hacían crepitar a la madera, cuando su mano derecha se abrió violentamente dejando caer una pequeña pistola, en el momento que de su boca encharcada salió un silbido fino ahogado entre gárgaras. Se separó del cuadro como si éste le hubiese empujado hacia atrás y mientras caía -me contó el joven asustado que posaba-, parecía que quien caía era la propia pintura. Tumbado en el suelo permaneció varias horas hasta que el joven pudo reaccionar. En el Maestro, el rojo de la sangre y su cuerpo embadurnado por los colores habían creado su mejor obra hasta la fecha. Sólo durante aquella noche en el velatorio, pudo contemplarse tan extraordinario homenaje a la pintura; pasaron los artistas de la ciudad y muchos curiosos, y nadie dudó, por lo que he podido saber, que aquella fuese su mejor obra, como tampoco nadie preguntó nunca quién era el muerto.
De niño.
Cuando cayó del tejado observó la patada marcada en la cabeza sucia de la muñeca. La sostuvo en brazos, acurrucada en su pecho, se fijó en los agujeros faltos de mechones de cabello, en el párpado que se abría hueco, y en un sólo ojo azul dentro del cual descubrió la luz del Sol atardeciendo. Sujetó la muñeca muerta en posición de ofrenda preparando la patada final. Un bracito se descolgó del cuerpo justo antes del salvaje derechazo. Cuando de nuevo cayó del tejado contempló la patada marcada en la tripa de la muñeca. La sostuvo en brazos acurrucada en su pecho fijándose en el ombligo dibujado, en su sexo huérfano de extremidades, en la sonrisa de su boca y en su párpado cerrado. Sujetó la muñeca muerta en posición de ofrenda preparando la gran patada final, otra vez. Una voz le gritó -¡A cenar!-, justo antes del torpe zurdazo. Girando en el aire le golpeó en el pecho y se le enganchó en los botones de la camisa, se asustó, las manos no acertaron, exhaló una muda vocal, tropezó, y arrancó con su pulgar el canesú deshilachado que cubrió la cabeza de la muñeca al caer al suelo, junto al pozo. Se sacudió aquel invisible roce como si una gigantesca mancha de barro seco cubriese su camisa, corrió a la casa y jadeó hasta el anochecer. Cuando se despedía de sus abuelos, desde la ventanilla del coche, quiso mirar hacia el pozo pero no se atrevió. Su Madre le sostuvo en brazos acurrucado en su pecho besándole el sucio pelo, cuando un bracito se descolgó del cuerpo mientras sus ojos entreabiertos ascendían por el sueño.

domingo, 4 de febrero de 2007

Ultramar.

Los cuentos que tienen de protagonista la Mar siempre requieren de una experiencia marinera previa de la que yo carezco. Esa sería la razón de porqué mis cuentos siempre tienen que ver con las orillas, los puertos, los puentes sobre las aguas, o las arenas de las playas. A veces lo más hermoso se da en estos escenarios, tanto como generalmente los finales más emocionantes requieren del azul infinito del océano y su impía monstruosidad.

Obligado por mi confesada carencia, me veo obligado a centrarme en el caso de aquel joven, que impulsado por sus sueños de aventura y heroicidad, cada mañana se acercaba al puerto esperando un barco que le quisiera enrolar en su tripulación con destino a ultramar. Aquel era el lugar donde él pensaba que se debía de encontrar la justificación del universo y por ende del ser humano; y de todo lo que en la tierra existía. Su convicción superaba en mucho a los intentos por persuadirle que el padre ponía en práctica a diario. No había mañana, tarde o noche, en la que el padre no relatara un sinfín de tragedias sucedidas en el mar, para que su hijo desistiese en sus intenciones. Pero ni la pérdida de sus abuelos en temporales recientes le hicieron cambiar de idea. Allí, en el puerto, casi un niño, abordaba a cada uno de los barcos que se amarraba a puerto y les contaba sus sueños a la tripulación. Nadie parecía dar importancia a lo que decía y más de un marinero irrumpía en carcajadas antes de despacharle regalándole alguna captura o golpeándole en el hombro admirando su valentía. La colección de objetos que recogía en cada visita a los barcos hubiese bastado para hacer un gran museo de las maravillas del mar: fauces de tiburones, aletas y espinas de especies extintas, arpones, anzuelos, cebos, etc. Pero cada día que pasaba su sueño se le iba haciendo más y más grande, y más y más necesario.

Habían transcurrido seis meses y apenas comía; se pasaba el día en el puerto. Incluso, dejó de hablar con los marineros para solamente circunscribir sus explicaciones a los patrones y capitanes de los navíos. Pero ellos tampoco fueron más condescendientes que sus subordinados; más bien, todo lo contrario. El joven desesperaba ante las adversidades como si su empresa tuviese fecha de caducidad. Fue entonces, una noche sin luna, cuando se encontró con la solución que buscaba. Tal era su obsesión que se lanzó al mar sobre una pobre barquilla que agonizaba en el embarcadero desde hacía tiempo; podrida y humedecida, encharcada por las últimas lluvias, su dueño la había dado por perdida el invierno anterior, abandonándola en las proximidades del puerto de recreo. Aquel pecio inservible, ese montón de maderas ahuecadas, le parecieron al joven suficiente Carabela para emprender su viaje. Dos viejos remos y una mochila con comida eran todo su equipaje. La noche fría, y la poca visibilidad en aquella oscuridad, no le debieron de parecer demasiados obstáculos para zarpar. Cuando ya no alcanzaban las tenues luces del puerto para verlo alejarse, me las arreglaba para imaginarlo remando y remando, con tanta furia que el pútrido barquillo avanzó por las aguas como nunca lo había hecho, tan veloz que se diría que iba remolcado a lomos de una ballena. La noche se hizo a cada segundo más inhóspita y el silencio lo inundó todo antes de perder de vista al joven, al pecio, y la esperanza.

Al amanecer el rumor se había corrido por el pueblo y todos se acercaron al puerto para comprobar que la hazaña era cierta; que aquel joven había cogido la vieja barca del muelle, y se había hecho a la mar. Las rocas del rompeolas, el muelle, las orillas de las playas cercanas, los paseos, y el pequeño puente que comunicaba la ría estaban atestadas de curiosos y vecinos que se agolpaban para ser los primeros en contar lo que viesen sus ojos cuando la bruma de la mañana despejara. Cuando esto sucedió y la neblina de la entrada al puerto hubo levantado, todos pudieron observar con estupor, a la mísera embarcación flotando semihundida con los remos en cruz, y una mochila. Ni siquiera el padre del joven pronunció palabra porque sabía, conociendo a su hijo, que había seguido su camino a nado, poniendo en práctica la máxima que le repitió durante años: “hijo, a veces un sueño, merece la vida”.

Nunca apareció el joven, ni su cuerpo, ni nada que el mar trajese de vuelta, un jirón de camisa, un zapato... nada. Pero se cuenta que su padre ha vuelto a sonreír, que es muy feliz, y que tiene pensado viajar lejos, muy lejos, para reunirse con su hijo, dicen. Y en el pueblo todos somos muy escépticos, pero si el que lo cuenta es el cartero no encontramos ninguna razón para dudar. Por si acaso, ya estamos preparando un bando, y un monumento con su estatua, y con ayuda del padre hemos borrado la fecha de la muerte en la lápida del cementerio, y hemos reparado la barcucha para amarrarla a puerto de nuevo por si a alguno de nuestros hijos, en el futuro...
Cuéntame un cuento...

Cuéntame un cuento donde no haya días nublados, donde los árboles no hablen ni se giren a mi paso, donde los animales se comporten como tales, y en el que mi abuela no sea una bruja y mi madre quiera matarme. Cuéntame un cuento en el que yo no tenga que volar sobre el mar ni caerme por una montaña, ni buscar el oro en el río, ni la copa de agua, ni el saquito de semillas, ni el trocito de tarta, ni una rata venga para comerme hasta el borde de mi falda. Cuéntame un cuento donde no haya piratas, castillos, ni fantasmas. Cuéntame un cuento donde no haya un dragón que escupa fuego, una bomba que estalle, ni un sombrero en una cabeza cortada. Ni me cuentes Papá el cuento aquel de la niña que se llamaba Ana, a la que le cambió la vida de huérfana a princesa por besar una rana. No me cuentes un cuento que empiece por Érase, ni que acabe terminado con la F de Fin. No me cuentes un cuento de un fuego que anda, de una cuerda que se anuda ni de una habichuela mágica. No me gustan los soldados ni de plomo, ni de barro, ni me gustan las familias que saltan por las ventanas. No me gustan las sombras, ni la luz que deslumbra, ni me gusta que la luz se apague ni que permanezca encendida. No quiero que un Rey aparezca, ni una prole de ciervos que ríen, o una manada de leones que lloran. No me cuentes aquellos que tu madre te contaba. Cuéntame un cuento en el que no llame el viento a la puerta, ni la lluvia lo inunde todo, ni que exista una cueva con lobos donde resguardarnos del diluvio, del huracán, del miedo y los rayos. No me cuentes que estás cansado, que ya no te sabes ninguno, que no te quedan historias ni ánimo en los bolsillos. Cuéntame un cuento donde no se encuentren respuestas, donde no haya pistas, donde jamás haya muertos, donde nunca pase nada, donde no se acabe en moraleja. Cuéntame esta noche un cuento que no haya escuchado nunca, que me suene a primera vez. Cuéntamelo en chino, en ruso o en polaco; Y cántamelo, para que nunca se me olvide.
Un día de playa

Con sus gafillas de buceo permaneció en el agua todas las horas del día que van de la mañana a la tarde. Cuando el Sol se ocultaba detrás de los agostados chaparrales la madre le invitó a salir para secarse y emprender el regreso a casa. El pequeño no oponía ninguna resistencia para salir del agua, pero en ningún instante pareció hacer ademán de acercarse a la orilla. Como quiera que la madre había recogido casi todos los bártulos y se disponía a cambiar el bañador por otra prenda más cómoda, el Sol había perdido toda su fuerza, y en la playa sólo a lo lejos quedaban unos jóvenes con intención de acampar toda la noche, la madre volvió a insistir en que el chiquillo saliera del mar para volver a casa. El niño se había quitado las gafitas de buceo que cambiaban de posición con cada ola que llegaba a la orilla. La madre se agachó a recogerlas y volvió a recordar al niño que saliera, esta vez, -“¡Inmediatamente del agua!”-. Su tono se endureció de repente como se endurece el tono de los adultos cuando desesperan ante la obscena exhibición de libertad de los niños. Aunque elevó la voz, el niño permanecía dentro del mar con el cuerpo hundido hasta la nariz, dejando fuera del agua únicamente los ojos y el resto su cabecita con el pelo brillante y húmedo. La madre hizo gestos que denotaban el nerviosismo al que había llegando por la tardanza en obedecer del pequeño, pero éste permanecía en el mismo lugar y en la misma posición que hacía muchos minutos. La madre no pudo reprimir su enfado y tiró al suelo las gafas y el bolso que colgaba de su hombro derecho. Vestida se arrancó los zapatos con furia y metió los pies en el mar amagando ir a la caza del pequeño, pero nada perturbaba la mirada por encima de las aguas del niño. Ya le llegaba a la madre el agua por las rodillas cuando al remangarse el vestido para no mojarlo pudo observar más de cerca aquellos ojos que la miraban fijamente -cayó en la cuenta-, muchos minutos atrás. Su mirada se clavó en los ojos del niño y por un momento el agua la notó congelada antes incluso de que un escalofrió la recorriera todo el cuerpo y la dejara espantada y sin aliento. Los ojos del niño apenas se movían, pero estaban abiertos de manera sobrenatural. Grandes y mirando fijamente a la madre, hacían que el niño tuviera un gesto aterrador, las aguas se habían detenido, la marea cesado, y el oleaje reducido a un lento ir y venir sin fuerza, ni espuma, transformando el mar en una perezosa manta verdosa. Temblorosa y muda, la madre alargó su mano petrificada y blanquecina en dirección a donde se encontraban aquellos enormes ojos, pues, ahora ya, eran los ojos lo único que ella veía, a pesar de que su hijo se encontraba todavía alejado lo suficiente para no poder tocarlo. De repente, aquella cabeza sumergida de la que sólo se veían unos ojos de carbón hirviendo, se movió a una endiablada velocidad zigzagueando hacía la madre. Un grito terrible salió de la garganta de la mujer que echándose hacía atrás tropezó, cayó, y empapó todo el vestido, mientras intentaba infructuosamente levantarse para seguir retrocediendo entre grotescos chapoteos. Los jóvenes, cuando vieron y escucharon como la mujer se arrastraba torpemente entre gritos hacia la orilla acudieron corriendo en su ayuda. Al llegar, los sollozos de la mujer no la permitían pronunciar ni una palabra hasta que uno de los jóvenes al mirar al mar observó la cabecita de lo que parecía un niño sumergido hasta la nariz y unos ojos grandes como sin párpados que le miraban fijamente. Todos permanecían absortos ante lo que no comprendían mientras aquellos ojos les inquietaban más de lo debido. Uno de ellos intentó entrar en el mar pero cuando ponía los pies cerca de la orilla, se le hundían como en si fueran arenas movedizas. Otro, lanzó con intención de dar y asustar a aquella criatura, una piedra que encontró en la playa, pero en el momento que la piedra iba a impactar en la cabecita del niño las aguas se elevaron para atraparla y volver a calmarse ante la atónita mirada de todos ellos, y el estupor de la madre que no podía separar las manos de su boca con gesto de perplejidad. Un nuevo zig-zag alejó a aquellos ojos de la orilla, y otro zig-zag más, le llevó donde sólo se percibía un bulto que en pocos segundos, desapareció bajo las aguas, para siempre. La madre no pudo gritar y el dolor la sumió en un largo desmayo. A día de hoy el cuerpo del niño no ha sido encontrado, ni tampoco se ha registrado ningún episodio de estas características en la costa norte ni en ninguna otra de la isla y dicen, los que han investigado este fenómeno, que en ninguna del mundo entero. Nadie en la población pesquera próxima a la playa donde sucedieron los hechos recuerda nada igual, pero se cuenta que desde ese día la pesca ha descendido bruscamente, y que sus redes aparecen frecuentemente agujereadas; y también, comentan las mujeres del pueblo, el Sol siempre que se esconde por el pequeño chaparral de la playa torna de irisaciones desconocidas la superficie del mar que parece dividirse en dos grandes cuevas oscuras y profundas... algunos ya han bautizado a ese fenómeno como el atardecer del Diablo.
Árbol

A veces escruto los ojos de los otros a la espera de que su reacción sea la mía y temblar de susto o de alegría si se dan cuenta de quién soy, o simplemente si les irrito y me empujan, me escupen o me insultan; pero nada. Desde hace quince años el cosquilleo de los insectos es lo más parecido a las caricias mientras el viento, si sopla fuerte, mece las hojas de mis ramas intentando arrancarme la tristeza para que sepa vivir como árbol de pradera ¿Es qué nadie se da cuenta de que donde yo quiero estar es andando por la carretera?. Nada de preámbulos, nada de historias. Y olvidarme de estas piedras, de estas lunas, de la soledad entera; de estos pájaros que llenan de piares mi sesera; de las máquinas de cosechar y de las sombras de las nubes cuando en sus adioses reflejan otros continentes al pasar. Para al fin girarme, y dar la espalda a la encina que me abandonó cuando más la amaba... ¡Cuánto la quiero! Grito ahora que los dientes de la sierra se me clavan en el ombligo.