martes, 14 de diciembre de 2010

Devastación

Fue mi último viaje a Roma lo que restaba de mis años de estudiante. Vía Veneto soportaba los envites del tráfico y el griterío del mercado como cada día. En esta estrecha calle, en el número dos, una bellísima mastaba de mármol se alzaba orgullosa reflejando el cielo en sus blancos muros, en ella vivía la que por entonces no dudaba en presentar como mi "refugio", mujer elegante, serena, poco gesticulante y de profunda mirada, tanto como las grietas de sus manos; escondite del tiempo plegándose sobre sí para no dejar escapar las caricias de aquellos hombres y mujeres nunca pronunciados, pero sospechados en sus juveniles labios, todavía carnosos, humedecidos cuando me besaban al atravesar la puerta de su inmenso palacio donde se agolpaban miles de pruebas de la civilización, millones de objetos impecables en forma, color y matices irreproducibles, mantenidos con los cuidados y perseverancia de quien se ha convertido en su guardiana, depositando en ellos todo su amor. Pasear por las distintas salas era siempre un ejercicio de agudeza para la mirada si es que en la última visita uno había cometido la osadía de hacerse acompañar por la urgencia, puesto que encontrar una sola de las piezas estudiada visualmente en anteriores paseos, era imposible. Las piezas eran los ejemplos más dignos de cada una de las culturas que, desde el principio de los tiempos, habían poblado la tierra . Errabundo entre los objetos, siempre en su compañía, atestiguaban lo inmenso de su riqueza, de su saber, aunque amontonados en las más de treinta habitaciones y sus comunicantes pasillos, resultara chocante. Tenía por costumbre, después de un primer contacto con lo que ella llamaba "testigos”, pasear, ahora sí, por la calle, caminando sin rumbo e imitando en nuestro andar a los turistas, a la deriva, interrumpiendo nuestros pasos al capricho de una circunstancia involuntaria, o de una buena razón culinaria. Aquel andar nos robaba horas y más horas, hasta que “refugio” consideraba revisitada la ciudad y de regreso a casa relataba con precisión los descubrimientos realizados aunque éstos no pasaran de ser calles asfaltadas, sombras donde antes luces, farolas nuevas travestidas de época y su continua perplejidad al observar que el verde ya no era el color del suelo, ni siquiera de los parques, sino de terrazas y balconadas con tristes plantas esquivando persianas, dirigiendo sus flores hacia abajo en un intento de reconquistar un lugar más acorde para la vida -ingenuas. Salvo estos últimos momentos de la tarde, apenas hablábamos y su voz, dos o tres palabras inconexas, se oían con más fuerza al acercarnos al Coliseum donde con su bastón, de puño y tacón metálicos, golpeaba los muros enérgicamente, desconchando el revoco en ocasiones y en otras arrancando piedras enteras con asombrosa precisión mientras, de forma casi inaudible susurraba “devastación”..., “devastación”. Nunca hacía un gesto que pudiéra calificar de violento salvo cuando golpeaba el Coliseum, nunca hablaba tanto como cuando golpeaba el Coliseum, nunca se esforzaba tanto por parecer otra como a los pies del Coliseum. Sus ochenta años no le permitían seguir ya desgastando la roca de sus enfermos muros en una acción que, no por observada, me resultaba comprensible. “Siempre en Primavera”, me dijo hace años, “cuando el invierno hizo ya su trabajo; cuando agua y sol se alían con mi labor”. Una labor agotadora que acababa en el único sillón de la casa utilizado para descansar y no sustraer espacio a las piezas, contribuyendo al abigarramiento. No fue así aquella tarde en la que se obstinó en acompañarme por las habitaciones en busca de los retazos de historia olvidados por los doctores y rescatados por ella para su colección. Cenotafio convertido en archivo para todos, puesto que nutría de piezas a distintas instituciones públicas y privadas que jamás supieron a quién agradecer los envíos. Aquí, en estas oscuras habitaciones se había reservado las mejores para sí misma: Un pequeño vaso argárico con decoraciones vegetales no geométricas que podría acabar con las teorías del ornamento en las primeras culturas; una inmensa crátera griega con dibujos orientales y personajes togados, tan peculiares, que parecían, al mirarnos, al mirarlos, intentar desvelar los secretos de tan impactante y rara imagen que acababa de raíz con los cánones de la antigüedad y los mapas de viajes; un pequeño boceto en terracota de Miguel Ángel, representando a tres personajes anudados en cuya base podía leerse claramente la firma del genio y otra de intrincada escritura, pero inequívocos signos, de un artista azteca… Aquellos tesoros se iban sucediendo en el silencio de nuestro dulce y casero paseo, estancia tras estancia, doliéndome los ojos ante las innumerables maravillas, cuando de repente, de un golpe seco, “refugio”, arrancó de mis manos la hermosa pieza de Miguel Ángel convirtiéndola en polvo. Y no se detuvo. Prosiguió con el resto de la habitación sin enfurecerse, fría, con aplomo, sin aspavientos ni lágrimas, estantería por estantería, empujando de sus lugares a cada una de los “testigos” mientras yo intentaba, confuso y asustado, algún gesto que me sacudiera de mi estado y me permitiera comprender o correr. En ningún caso intenté detenerla, no podía, no sabía, el ruido me rasgaba y el espectáculo era extraordinario. Sin recordar cómo, corrí atropellado a la habitación griega para proteger a mi favorita, la crátera, testimonio del fracaso de la historia. Pero también ese intento fue fallido pues me encontré de frente con el metálico y mortífero bastón de “refugio” destrozándolo todo y todas y cada una de las piezas a las que consagró su vida. No paró hasta desmigajar cada pedazo, cada fracción, sentándose después en aquel sillón, repitiendo dos veces “... al fin tranquila”…, "... al fin tranquila", para después enmudecer. Nunca he podido recordar si me despedí de ella. Nunca he olvidado como mis pies iban apartando los cascotes y el polvo sin reconocer ni uno sólo de los tesoros que ahora ya no eran más que basura; yacimiento. Desde la puerta, confundida entre sombras, la miré, y pude ver en sus ojos la tenue luz que entraba por ventana amaneciendo, esa es la última imagen que guardo del día de la devastación. Murió la mañana siguiente. Permanecí en Roma el tiempo suficiente para explicarme lo sucedido. Aún no lo sé, aunque, hoy, soy yo quien en mis viajes a Venecia, con el bastón de puño y tacón de metal heredado he hecho de este capricho mi refugio en el que todas las tardes del año, especialmente en Primavera, salgo a pasear por la ciudad, sin rumbo, hasta llegar al recodo de un estrecho canal, cerca del mercado, donde hundo mi bastón en el agua haciéndolo girar formando un leve remolino que con seguridad, pienso, desgasta los cimientos del que se ha convertido en el objeto de mi “devastación”.