lunes, 26 de enero de 2015

FANZINE MUNICIÓN -segundo número 2014-

MUNICIÓN -segundo número 2014-




El Boxeador, cuadro que José Gutiérrez Solana pintara en 1926, sigue conmoviéndome tanto como Los Comedores de Patatas (1885) de Vincent Van Gogh. En ambos existen semejanzas y relaciones que, por respeto al que esto lea, me reservaré describir, quizás por sentirlas demasiado obvias, o debido a que el juego de las diferencias bien pueden ustedes ponerlo en práctica si lo desean; aunque yo no pueda evitar ver el uno en el otro y viceversa. Los dos cuadros, enfangados en miseria, señalaban el hormiguear de un mundo que aún conserva millones de herederos. En el del holandés, el milagro de la multiplicación de la nada y la resignación, no ahoga, no llega a asfixiar, como si al calor de las patatas una tibia brisa susurrase esperanza en ese cuartucho que lo es todo. El cántabro, en cambio, agudo «realista», presenta los personajes teñidos de negrura en su deambular incurable por la muerte, y cuya única salida, sugiere el pintor, es la espera eterna en el lienzo, hasta que la putrefacción acabe con todo y con todos en el último giro del planeta Tierra, antes de desaparecer tragados por el Sol. Mientras tanto ahí están, “presentes”, salvados del olvido, la gran virtud de la pintura, viviendo desde el instante de la representación bajo las inclemencias del tiempo geológico indultados como fueron del fugaz devenir de los hombres. Y sí, en El Boxeador la atmósfera es viscosa, difícil de soportar.

Conocida es por todos la paradoja del gato de Schrödinger (1935), ese gato “de la ciencia” que dentro de una caja cerrada está vivo y muerto a la vez, siempre y cuando jamás se produzca observación del fenómeno que lo condena o lo salva. Hecho este determinante, descrito con precisión newtoniana por Samuel Beckett: «El observador contamina lo observado con su propia inestabilidad[1]»; lo cuántico y el absurdo, hermanos de sangre. Al hecho que condiciona el que despojemos la teoría cuántica de todos los posibles estados físicos que concibe al unísono, para quedarnos con la observación de uno solo de esos estados, es decir, que podamos discriminar con claridad entre la vida y la muerte, por ejemplo, en la observación de cualquier fenómeno físico que le concierna al sujeto de análisis, se la conoce por decoherencia cuántica.

En El Boxeador (singular título cuando la escena la ocupan dos), un bravo púgil (Antonio Ruiz) acaba de tumbar en un ring de aspecto cenagoso a su oponente. Desconocemos si el nocaut ha sido fulminante, pero la situación de los personajes evidencia un combate desigual y sangriento. Las heridas en el boxeo siempre van por dentro, arraigan, o dicho a la manera de Alexander Kluge[2]: «las heridas mentales curan sin dejar señales, pero las heridas del cuerpo dejan la mente envenenada». Los que no concebimos decoherencia alguna en este asunto, sufrimos las “mentales” y las “del cuerpo” sin dar tiempo a disociarlas. Pero ciertamente, en el cuadro, hay un hombre dispuesto para la batalla, a pesar de que todo indica que acaba de librarla.

A la derecha, en el lienzo, la representación del triunfo, o algo parecido. En la mitad izquierda, el cuerpo desfallecido del perdedor: un caído; uno más. Ninguno de los protagonistas de la pelea ofrecen su verdadero rostro: Al caído se le oculta tras una toalla blanca ensangrentada, aunque aquí no se esté pintando un descendimiento, ni haya nadie que relate obras y milagros del ajusticiado, poco importa, el castigo recibido era parte del pago; al vencedor tras una máscara. El pintor fía la intensidad de la escena a la mirada perdida del ganador quien, cual Coloso, brazos caídos y músculos aún tensos, ocupa una posición ritual desafiante. No hay éxtasis ni engreimiento, no hay en él señales de soberbia ni desprecio, no cabe humanidad en pose tan desnaturalizada; el boxeo es noble, arcaico, veraz, pero ese rostro nos es familiar, desalmado, como de muerto. Mientras, en el suelo, tras las toallas sujetas por el referí y su entrenador, el perdedor puede que haya dejado de respirar con el último golpe directo al mentón. Por último, el muro rocoso que forma la masa, el público, liberada la adrenalina del combate, suponemos, cumplida la promesa del espectáculo (“Circo de Boxeo”, reza el papel que sostiene en la mano un espectador en primer fila), se nos muestra sin deseos de festejar, lo que no evitará que al contemplar la obra de Solana se perciba el augurio de una tragedia. Nadie exterioriza la felicidad compartida del triunfo; ni furia. Parece como si el cuadrilátero y el solar que lo acoge se hubieran convertido de repente en Catedral de la mezquindad.

El cuadro se apoya en un primer plano donde personajes salidos de La España Negra de Gutiérrez Solana, culebrean por los arrabales de la tela, dejando el centro geométrico de la composición al despojo de piernas inermes del vencido. Y no es casual que el personaje triunfal se apoye con premeditado estatismo, debido a la perspectiva, en las cabezas de dos personajes siniestros, duros, sin motivos para la confianza. De nuevo un extraño presagio: sabemos que el Coloso se tambaleará cuando la tierra bajo sus pies, sin aviso, lo quiera, y estos dos individuos de dudosa ralea harían temblar a todo un imperio. Pero tampoco esta certidumbre le impide jugar su papel. Allí está, al frente, erguido, suficiente, aceptando el reto de enfrentarse cara a cara con la muerte, a pesar de esa máscara que nos confunde.

Gutiérrez Solana simboliza en esta obra un enigma propio de los ritos sacros iniciáticos tan fecundos en el totemismo: Morir y resucitar. Vencedor y vencido comparten espacio pictórico; son el mismo. El ring es el lugar de celebración del rito donde triunfo y derrota es uno solo. Si hacemos caso a los estudios sobre estos «simulacros de muerte y resurrección» en los textos de J. G. Frazer[3], podemos deducir que el proceder de este ritual proviene de una creencia primitiva a modo de «intercambio de vidas o almas entre el hombre y su tótem[4]». En estos ritos practicados tribalmente la resurrección acontece inmediatamente después de la muerte. Para ello, el cuerpo del muerto simulado sufre amputaciones traumáticas –nada fingidas-, incluso el vapuleo del cuerpo a base de golpes por parte de los resucitadores, todo bajo un zumbido cuasi musical que evoca la génesis del monstruo devorador y criminal. El cuerpo reanimado posee, desde el instante del regreso, parte del alma de aquel que le dio la muerte, junto con el inmenso poder y sabiduría que otorga haber “regresado” del trance. El artista pone ante nuestros ojos lo que imaginamos sucede en la caja cuántica de Schrödinger: vida y muerte aconteciendo simultáneamente en un mismo espacio-tiempo, y al púgil desdoblado en triunfador y caído. Una regeneración necesaria que nos recuerda que evolucionar es morir muchas veces, y rápido. El pintor no es un ingenuo «de la muerte no regresa nadie», lo sabe, pero no está de más dejar un testigo, fantasmal, enmascarado, puede que traumado, un ser de otro mundo, quizás de otro tiempo.

Pero basta ya de mirar al púgil como si esperásemos de él una señal que alivie nuestro deseo de compartir su victoria para unirnos a la fiesta. Aquí nunca habrá celebración. Aquí no se espera el aplauso. Estamos frente a un Ídolo, nunca estuvimos ante un boxeador. Sus ojos miran por encima de nuestras cabezas sin querer coincidir con los nuestros, como las estatuas, como los maniquíes que Solana pintaba en sus vitrinas, en sus autorretratos, en todas partes, artefactos humanos animados por el pintor para contagiarnos el extrañamiento de vivir y la burla de morir. Antonio J. Sanchez Luengo[5] localizó en el Museo Arqueológico Nacional aquellas vitrinas, y puede que hubiese que ir allí de nuevo para rescatar a este héroe: su valentía; el arrojo; la tipología. La mirada perdida de este guerrero, el gesto adusto de su rostro desafiante, su torso desnudo entregándose inflexible para la lucha cuerpo a cuerpo hasta la extenuación, nos muestra que este boxeador no es un deportista: es un insurrecto.

Un insurrecto, cuya reveladora figura parece venir del más allá, alegoría de un tiempo pasado; demasiado expuesto para los tiempos que corren hoy en día; habría que prevenirle. Su ausencia de naturalidad está justificada: ha sobrevivido a la pesadilla de haber deambulado por la morada de los dioses, o entre trincheras sedientas de cadáveres en la guerra (la Primera Mundial no le quedaba lejos). Exánime en su rostro como el propio Solana se describía[6], el boxeador se ha rebelado contra sí mismo para que su boca no repita el “pensamiento” de Leopardi[7]: «Soy, pido perdón por la metáfora, un sepulcro ambulante, llevo dentro de mí a un hombre muerto, un corazón antaño muy sensible que ya no siente, etc». Eso que el propio Solana adscribiría para sí, muera con él. Nuestro luchador no desea vanos aduladores, solo compromiso y verdad. Este individuo bien podría ser una Marianne a la española; un ser necesario en todas las revoluciones que aspiren a serlo; con la mirada puesta en objetivos morales, no en el enemigo; dispuesto a la lucha infinita para encabezar sin miedo la insurrección de un pueblo y convertir la libertad en centro mismo de la vida; sin espantarse de la muerte, sucia traidora y novia de surreales mistificaciones y otras monsergas; Sin más armas que la inteligencia, la palabra, la dignidad, el amor, y la voluntad; municiones a recuperar en cualquier época para responder a la ignominia, sin que la naturaleza de los acontecimientos se convierta en nuestra mortaja.

Alentemos el cambio.

Queda solo dar las gracias a todos los que han permitido que este segundo número de Munición haya visto la luz: por lo textos a Francisco Gestal, Adrián Carra, Eva Torre, David Porcel y Jesús Andrés Esteban; por las imágenes, en un derroche de generosidad a Sergio Mora, y a su otra parte Lusesita; y como es lógico, a quien lo discute, organiza, y lo hace cuerpo, Miguel Sintes. Mi profunda gratitud a todos ellos por su confianza y valor.

Julio Hontana




[1] Samuel Beckett. “Proust” en Eh Joe y otros escritos. Monte Ávila Editores. Venezuela 1969, p.55.
[2] Alexander Kluge. Los artistas bajo la carpa del circo: Perplejos. Alianza Editorial Madrid 1972, p.16.
[3] James George Frazer. La Rama Dorada. Fondo de Cultura Económica, Madrid 1997, p. 776.
[4] Ibídem.: “La creencia primitiva en la posibilidad de tal cambio se patentiza en la historia de un cazador vasco que afirmó haber muerto por un oso, pero que el oso, después de matarle, le insufló su propia alma dentro del cuerpo de modo que el cuerpo del oso quedó allí muerto y él era el oso mismo, ya que estaba animado por el alma del oso.”
[5] Sánchez Luengo, Antonio J. Lo inquietante en Gutiérrez Solana: las vitrinas del Museo Arqueológico Nacional. Revista Museos.es [en línea].2009-2010, Nº 5-6 [fecha de consulta: 7 junio 2014]. Disponible en: ˂http://www.mcu.es/museos/docs/MC/MES/Rev05-06/Sanchez_Luengo.pdf˃
[6] Ángel González García. Pintar sin tener ni idea. Y otros ensayos sobre arte. Lampreave y Millán, Madrid 2007, p.226: “[…], entre «muertos cristalinos». Y es que Juan Ramón no exageraba al incluirlo entre ellos. ¿Acaso no había sido Solana el primero en declararse muerto? «Yo me he muerto, lector, creo que me he muerto», escribió en el prólogo de La España Negra. “Prólogo de un muerto” lo titula; y muerto, o dormido por lo menos, tenía que estar Solana para ver lo que declara haber visto en su viaje por España “muerta” más que “negra”, o tal vez “negra” por soñada en una noche de resaca.] 
[7] Giacomo Leopardi. Zibaldone de pensamientos. Tusquets, Barcelona 1990, p.270.