FANZINE MUNICIÓN -segundo número 2014-
MUNICIÓN -segundo número 2014-
El Boxeador, cuadro que José Gutiérrez Solana pintara en 1926, sigue conmoviéndome tanto como Los Comedores de Patatas (1885) de Vincent Van Gogh. En ambos existen semejanzas y relaciones que, por respeto al que esto lea, me reservaré describir, quizás por sentirlas demasiado obvias, o debido a que el juego de las diferencias bien pueden ustedes ponerlo en práctica si lo desean; aunque yo no pueda evitar ver el uno en el otro y viceversa. Los dos cuadros, enfangados en miseria, señalaban el hormiguear de un mundo que aún conserva millones de herederos. En el del holandés, el milagro de la multiplicación de la nada y la resignación, no ahoga, no llega a asfixiar, como si al calor de las patatas una tibia brisa susurrase esperanza en ese cuartucho que lo es todo. El cántabro, en cambio, agudo «realista», presenta los personajes teñidos de negrura en su deambular incurable por la muerte, y cuya única salida, sugiere el pintor, es la espera eterna en el lienzo, hasta que la putrefacción acabe con todo y con todos en el último giro del planeta Tierra, antes de desaparecer tragados por el Sol. Mientras tanto ahí están, “presentes”, salvados del olvido, la gran virtud de la pintura, viviendo desde el instante de la representación bajo las inclemencias del tiempo geológico indultados como fueron del fugaz devenir de los hombres. Y sí, en El Boxeador la atmósfera es viscosa, difícil de soportar.
Conocida es por todos la paradoja
del
gato
de Schrödinger (1935), ese gato “de la ciencia” que dentro de una
caja cerrada está vivo y muerto a la vez, siempre y cuando jamás se produzca observación del fenómeno que lo condena
o lo salva. Hecho este determinante, descrito con precisión newtoniana por
Samuel Beckett: «El observador contamina lo observado con su propia
inestabilidad[1]»;
lo cuántico y el absurdo, hermanos de sangre. Al hecho que condiciona el que despojemos
la teoría cuántica de todos los posibles estados físicos que concibe al unísono,
para quedarnos con la observación de uno solo de esos estados, es decir, que
podamos discriminar con claridad entre la vida y la muerte, por ejemplo, en la
observación de cualquier fenómeno físico que le concierna al sujeto de análisis,
se la conoce por decoherencia cuántica.
En
El Boxeador (singular título cuando
la escena la ocupan dos), un bravo púgil (Antonio Ruiz) acaba de tumbar en un
ring de aspecto cenagoso a su oponente. Desconocemos si el nocaut ha sido fulminante, pero la situación de los personajes evidencia
un combate desigual y sangriento. Las heridas en el boxeo siempre van por
dentro, arraigan, o dicho a la manera de Alexander Kluge[2]: «las
heridas mentales curan sin dejar señales, pero las heridas del cuerpo dejan la
mente envenenada». Los que no concebimos decoherencia
alguna en este asunto, sufrimos las “mentales” y las “del cuerpo” sin dar
tiempo a disociarlas. Pero ciertamente, en el cuadro, hay un hombre dispuesto
para la batalla, a pesar de que todo indica que acaba de librarla.
A
la derecha, en el lienzo, la representación del triunfo, o algo parecido. En la
mitad izquierda, el cuerpo desfallecido del perdedor: un caído; uno más. Ninguno
de los protagonistas de la pelea ofrecen su verdadero rostro: Al caído se le
oculta tras una toalla blanca ensangrentada, aunque aquí no se esté pintando un
descendimiento, ni haya nadie que relate obras y milagros del ajusticiado, poco
importa, el castigo recibido era parte del pago; al vencedor tras una máscara. El
pintor fía la intensidad de la escena a la mirada perdida del ganador quien, cual
Coloso, brazos caídos y músculos aún tensos, ocupa una posición ritual
desafiante. No hay éxtasis ni engreimiento, no hay en él señales de soberbia ni
desprecio, no cabe humanidad en pose tan desnaturalizada; el boxeo es noble,
arcaico, veraz, pero ese rostro nos es familiar, desalmado, como de muerto.
Mientras, en el suelo, tras las toallas sujetas por el referí y su entrenador, el perdedor puede que haya dejado de respirar
con el último golpe directo al mentón. Por último, el muro rocoso que forma la masa,
el público, liberada la adrenalina del combate, suponemos, cumplida la promesa
del espectáculo (“Circo de Boxeo”, reza el papel que sostiene en la mano un
espectador en primer fila), se nos muestra sin deseos de festejar, lo que no
evitará que al contemplar la obra de Solana se perciba el augurio de una
tragedia. Nadie exterioriza la felicidad compartida del triunfo; ni furia. Parece
como si el cuadrilátero y el solar que lo acoge se hubieran convertido de
repente en Catedral de la mezquindad.
El
cuadro se apoya en un primer plano donde personajes salidos de La España Negra de Gutiérrez Solana, culebrean
por los arrabales de la tela, dejando el centro geométrico de la composición al
despojo de piernas inermes del vencido. Y no es casual que el personaje
triunfal se apoye con premeditado estatismo, debido a la perspectiva, en las
cabezas de dos personajes siniestros, duros, sin motivos para la confianza. De
nuevo un extraño presagio: sabemos que el Coloso se tambaleará cuando la tierra
bajo sus pies, sin aviso, lo quiera, y estos dos individuos de dudosa ralea
harían temblar a todo un imperio. Pero tampoco esta certidumbre le impide jugar
su papel. Allí está, al frente, erguido, suficiente, aceptando el reto de enfrentarse
cara a cara con la muerte, a pesar de esa máscara que nos confunde.
Gutiérrez
Solana simboliza en esta obra un enigma propio de los ritos sacros iniciáticos
tan fecundos en el totemismo: Morir y resucitar. Vencedor y vencido comparten
espacio pictórico; son el mismo. El ring es el lugar de celebración del rito
donde triunfo y derrota es uno solo. Si hacemos caso a los estudios sobre estos
«simulacros de muerte y resurrección» en los textos de J. G. Frazer[3],
podemos deducir que el proceder de este ritual proviene de una creencia
primitiva a modo de «intercambio de vidas o almas entre el hombre y su tótem[4]». En
estos ritos practicados tribalmente la resurrección acontece inmediatamente
después de la muerte. Para ello, el cuerpo del muerto simulado sufre
amputaciones traumáticas –nada fingidas-, incluso el vapuleo del cuerpo a base
de golpes por parte de los resucitadores, todo bajo un zumbido cuasi musical
que evoca la génesis del monstruo devorador y criminal. El cuerpo reanimado
posee, desde el instante del regreso, parte del alma de aquel que le dio la muerte,
junto con el inmenso poder y sabiduría que otorga haber “regresado” del trance.
El artista pone ante nuestros ojos lo que imaginamos sucede en la caja cuántica de Schrödinger: vida y muerte aconteciendo
simultáneamente en un mismo espacio-tiempo, y al púgil desdoblado en triunfador
y caído. Una regeneración necesaria que nos recuerda que evolucionar es morir
muchas veces, y rápido. El pintor no es un ingenuo «de la muerte no regresa
nadie», lo sabe, pero no está de más dejar un testigo, fantasmal, enmascarado,
puede que traumado, un ser de otro mundo, quizás de otro tiempo.
Pero
basta ya de mirar al púgil como si esperásemos de él una señal que alivie
nuestro deseo de compartir su victoria para unirnos a la fiesta. Aquí nunca
habrá celebración. Aquí no se espera el aplauso. Estamos frente a un Ídolo, nunca
estuvimos ante un boxeador. Sus ojos miran por encima de nuestras cabezas sin
querer coincidir con los nuestros, como las estatuas, como los maniquíes que
Solana pintaba en sus vitrinas, en sus autorretratos, en todas partes,
artefactos humanos animados por el pintor para contagiarnos el extrañamiento de
vivir y la burla de morir. Antonio J. Sanchez Luengo[5]
localizó en el Museo Arqueológico Nacional aquellas vitrinas, y puede que
hubiese que ir allí de nuevo para rescatar a este héroe: su valentía; el arrojo;
la tipología. La mirada perdida de este guerrero, el gesto adusto de su rostro
desafiante, su torso desnudo entregándose inflexible para la lucha cuerpo a
cuerpo hasta la extenuación, nos muestra que este boxeador no es un deportista:
es un insurrecto.
Un
insurrecto, cuya reveladora figura parece venir del más allá, alegoría de un
tiempo pasado; demasiado expuesto para los tiempos que corren hoy en día;
habría que prevenirle. Su ausencia de naturalidad está justificada: ha
sobrevivido a la pesadilla de haber deambulado por la morada de los dioses, o entre
trincheras sedientas de cadáveres en la guerra (la Primera Mundial no le
quedaba lejos). Exánime en su rostro como el propio Solana se describía[6], el
boxeador se ha rebelado contra sí mismo para que su boca no repita el
“pensamiento” de Leopardi[7]:
«Soy, pido perdón por la metáfora, un sepulcro ambulante, llevo dentro de mí a
un hombre muerto, un corazón antaño muy sensible que ya no siente, etc». Eso
que el propio Solana adscribiría para sí, muera con él. Nuestro luchador no desea
vanos aduladores, solo compromiso y verdad. Este individuo bien podría ser una Marianne a la española; un ser necesario
en todas las revoluciones que aspiren a serlo; con la mirada puesta en
objetivos morales, no en el enemigo; dispuesto a la lucha infinita para
encabezar sin miedo la insurrección de un pueblo y convertir la libertad en
centro mismo de la vida; sin espantarse de la muerte, sucia traidora y novia de
surreales mistificaciones y otras monsergas; Sin más armas que la inteligencia,
la palabra, la dignidad, el amor, y la voluntad; municiones a recuperar en
cualquier época para responder a la ignominia, sin que la naturaleza de los
acontecimientos se convierta en nuestra mortaja.
Alentemos
el cambio.
Queda
solo dar las gracias a todos los que han permitido que este segundo número de
Munición haya visto la luz: por lo textos a Francisco Gestal, Adrián Carra, Eva
Torre, David Porcel y Jesús Andrés Esteban; por las imágenes, en un derroche de
generosidad a Sergio Mora, y a su otra parte Lusesita; y como es lógico, a
quien lo discute, organiza, y lo hace cuerpo, Miguel Sintes. Mi profunda
gratitud a todos ellos por su confianza y valor.
Julio Hontana
[1] Samuel Beckett.
“Proust” en Eh Joe y otros escritos.
Monte Ávila Editores. Venezuela 1969, p.55.
[2] Alexander Kluge. Los artistas bajo la carpa del circo:
Perplejos. Alianza Editorial Madrid 1972, p.16.
[3] James George
Frazer. La Rama Dorada. Fondo de Cultura
Económica, Madrid 1997, p. 776.
[4] Ibídem.: “La
creencia primitiva en la posibilidad de tal cambio se patentiza en la historia
de un cazador vasco que afirmó haber muerto por un oso, pero que el oso,
después de matarle, le insufló su propia alma dentro del cuerpo de modo que el
cuerpo del oso quedó allí muerto y él era el oso mismo, ya que estaba animado
por el alma del oso.”
[5] Sánchez Luengo,
Antonio J. Lo inquietante en Gutiérrez Solana: las vitrinas del Museo
Arqueológico Nacional. Revista Museos.es [en línea].2009-2010, Nº 5-6 [fecha de
consulta: 7 junio 2014]. Disponible en: ˂http://www.mcu.es/museos/docs/MC/MES/Rev05-06/Sanchez_Luengo.pdf˃
[6] Ángel González
García. Pintar sin tener ni idea. Y otros
ensayos sobre arte. Lampreave y Millán, Madrid 2007, p.226: “[…], entre «muertos
cristalinos». Y es que Juan Ramón no exageraba al incluirlo entre ellos. ¿Acaso
no había sido Solana el primero en declararse muerto? «Yo me he muerto, lector,
creo que me he muerto», escribió en el prólogo de La España Negra. “Prólogo de
un muerto” lo titula; y muerto, o dormido por lo menos, tenía que estar Solana
para ver lo que declara haber visto en su viaje por España “muerta” más que
“negra”, o tal vez “negra” por soñada en una noche de resaca.]
[7] Giacomo
Leopardi. Zibaldone de pensamientos.
Tusquets, Barcelona 1990, p.270.
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