lunes, 26 de enero de 2015

FANZINE MUNICIÓN -tercer número 2015-


MUNICIÓN -tercer número, 2015-
JOSÉ CARLOS RODRIGUEZ.
(obra fotográfica)



Escena familiar. 2013 



La obra fotográfica de José Carlos Rodríguez (Madrid 1966) jamás ha colgado de las paredes en galería alguna, ni tampoco se ha despistado ilustrando una galerada en ningún periódico, gacetilla, revista o pasquín, ni su obra ha sobrepasado el largo camino que media entre el archivo de imagen digital, que habita en el disco duro de su ordenador y tiene su sede en el salón de su propio estudio-vivienda, y su difusión en busca de juicio.
Munición acomete el desvelamiento de su obra con la ilusión de hacerles partícipes a ustedes del hallazgo, a la vez que cinco colaboradores se enfrentan al trabajo fotográfico de José Carlos Rodríguez con la mirada pura de quien lo ve por primera vez (literalmente). Mientras él permanece ajeno a esta cuestión me surge una pregunta: ¿Merece el trabajo de este artista una mirada crítica? Munición es la respuesta. Todo artista antes de hacerse merecedor de un mínimo esfuerzo silábico habría de procurarse una “primera mirada”, antes de que el tiempo nos sepulte a todos congestionados por las pretensiones de tantas y tantas imágenes que solo mudan de piel con la mezquina intención de perturbar nuestra conciencia, como si “ver” y “quien ve” estuvieran condenados a sufrir el impacto de una suma infinita de parpadeos, obviando una terrible verdad: cada uno de nosotros somos registro humano latente formado por muy pocos instantes sublimes y una inmensidad de naderías.
La prosaica capacidad de la fotografía para atrapar un instante en fuga permanente, a la vez que se sueña eterna presencia, choca de frente con la obra de nuestro artista. José Carlos Rodríguez no tiene afán documentalista aunque en ocasiones lo parezca, y carece por completo de un ánimo clasificador de la belleza. Un artista, en definitiva, que no persigue instantes singulares (como el momento preciso en que el faldón de un cura revolotea junto a las faldas de unas colegialas por culpa del viento), ni tampoco uno de esos fotógrafos que confían en la velocidad de obturación y su empatía para atrapar un rostro consumido por el dolor de la tragedia, o la mueca de una contrariedad. Quizás no sea siquiera un fotógrafo; en vuestra mano queda dicho análisis.
Observador compulsivo, silente ante las imágenes propias y ajenas, no existen textos escritos sobre su trabajo, ni reflexiones de autor, que vayan más allá de comentarios sobre el uso de la imagen fotográfica y citas sobre el acto de fotografiar, propias de una particular gimnasia mental, que no de una pretensión ensayística: “Pienso que mis imágenes se alejan conscientemente de cierta estética artística para permitir un desplazamiento sobre la problemática interna de los planteamientos estéticos convencionales […]. En mi obra no hay un tema central, independientemente del paisaje y los objetos que aparecen en ella […], si me aproximo a algo es a través de lo filosófico, incluso lo sociológico, otras lecturas alejadas de la construcción de la imagen que usan como soporte la estructura conceptual y visual de la historia del arte[1]”.
En sus imágenes observamos lugares residuales, desasosegantes debido a la calma que todo lo inunda, un paisaje que nos es familiar. Geografía de arrabal capturada en encuadres comunes sin efectos, ni trucos. Imágenes despojadas de caireles, esquivas en la certeza sobre lo que el autor pretendía tratar. Los paisajes, los objetos, sus imágenes, ceden el protagonismo a los elementos espaciales como si fuese un retrato de familia: árboles, señales, edificios, vehículos, caminos, el cielo y la tierra. Espacios que mudan imperceptiblemente durante nuestra observación, desde lo agónico de su azarosa conjunción, hasta lo ridículo de su presencia. Una naturaleza en revisión, pienso, que se mezcla proporcionalmente con la acción humana, manifestando su desnuda y necesaria inteligencia, y donde el objetivo del fotógrafo se posiciona como espía, notario, descarnado observador, incisivo mirón, distraído paseante, etcétera.
El mirar indagatorio de José Carlos Rodríguez nada tiene que ver con la obra de Montserrat Soto y su deambular[2] por el mismo Madrid que pasean sin conocerse. En las fotografías de nuestro artista no se percibe ese atisbo de objetividad documental propio de la mirada de archivero; sí quizás la mirada subjetiva de una vivencia que ha permanecido unida al lugar.
Un escenario que hace las veces de umbral –característica primordial de la obra de arte- tal y como nos recuerda Didi-Huberman: “Mirar sería tomar nota de que la imagen está estructurada como un delante-adentro: inaccesible y que impone su distancia, por más próxima que esté […] Esto quiere decir, justamente –y de una manera que no es solo alegórica-, que la imagen está estructurada como un umbral[3]”. Un umbral que, en las imágenes de José Carlos Rodríguez, nos distancian de aquel paisaje andado una y mil veces por el artista, en el que juegan al escondite sus recuerdos y con los que irá a reencontrarse en cuanto acabe de contar hasta diez.
El propio artista refiere de muchas de las imágenes que captura su particular proceso de trabajo: “Son espacios, lugares, que por diferentes motivos a lo largo de mi vida he visitado una y otra vez, y en los que debido a una extraña conjunción de factores reconozco haber comprendido algo de mi relación con dicho espacio y los elementos que lo componen; eso me lleva a fotografiarlo. Encuadro entonces el lugar en cuestión, pulso el disparador y confío en haber apresado esa incómoda presencia[4]». Descubrir la evidencia de dichas razones es un trabajo inútil. Solo podemos esperar que la fotografía se instituya en revelador mecanismo de la visión por el que se abra paso el enigma en ausencia de un mito clarificador y protagonista que ocupe el primer plano en nuestro auxilio interpretativo.
Teniendo en cuenta las palabras del propio autor, las imágenes de José Carlos Rodríguez son producto de un arrebatador impulso tras haber constatado que ese lugar a fotografiar concita un intenso entramado de pensamientos y reflexiones inconexas, que fluyen sin orden suficiente como para ser redactadas pero cuyo sentido, el que desencadena la acción de fotografiar, encuentra en la visión de esos lugares-estados mentales la suficiente fuerza como para creer que la imagen se haya cargado de una presencia reveladora.
Cada uno de nosotros hemos construido quienes somos en lugares a los que, por diversas circunstancias -la desmemoria, principalmente-, descargamos de su iniciática energía para cosificarlo en la mente, como si confiáramos en la bondad de la naturaleza, las paredes y las rocas, para restituir una vibración genuina que nos devuelva a las vivencias de otro tiempo; las originales, pensamos; la belleza aurática.
Pero ese principio es siempre un ahora, y ya nunca ayer. Quizás por ello la mecánica con la que José Carlos Rodríguez se expone a “sus presencias” le obligue no solo a ir cargado con la cámara sino a estar en alerta continua para reconocer una particular vibración en su sensibilidad, con independencia del entorno que tenga frente a sí: un desportillado edificio abandonado durante los meses de invierno o un olmo joven compitiendo en altura para sobreponerse a la sombra y la sed infinita del enorme platanero serán solo supervivientes de otro tiempo, como el cielo, como la humedad de la tierra. Presencias reales que dan cuerpo a una impresión certera en lo emocional, pero imposible de localizar con sencillez en el entramado convencional de la justificación artística.
Observen una fotografía de su álbum particular, el de ustedes: sustraigan la intrahistoria de dicho lugar; desmemórienlo de vivencias; aparten del primer plano, o de donde se encuentren, el cuerpo u objeto que obstaculice la visión general del entorno, del paisaje; ubíquense en el punto de vista del fotógrafo. Observen. Mirar, deambulando por la imagen, es un trabajo agotador, un sinsentido, una especie de Alzheimer visual. Ahí nadie ve nada…, o casi nadie.




Julio Hontana

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[1] Conversación con el artista.
[2] Soto, Montserrat. Tracking Madrid. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid 2005.
[3] Didi-Huberman, George. Lo que vemos, lo que nos mira. Editorial Manantial, Buenos Aires, 1997. p. 169
[4] Conversación con el artista.

FANZINE MUNICIÓN -segundo número 2014-

MUNICIÓN -segundo número 2014-




El Boxeador, cuadro que José Gutiérrez Solana pintara en 1926, sigue conmoviéndome tanto como Los Comedores de Patatas (1885) de Vincent Van Gogh. En ambos existen semejanzas y relaciones que, por respeto al que esto lea, me reservaré describir, quizás por sentirlas demasiado obvias, o debido a que el juego de las diferencias bien pueden ustedes ponerlo en práctica si lo desean; aunque yo no pueda evitar ver el uno en el otro y viceversa. Los dos cuadros, enfangados en miseria, señalaban el hormiguear de un mundo que aún conserva millones de herederos. En el del holandés, el milagro de la multiplicación de la nada y la resignación, no ahoga, no llega a asfixiar, como si al calor de las patatas una tibia brisa susurrase esperanza en ese cuartucho que lo es todo. El cántabro, en cambio, agudo «realista», presenta los personajes teñidos de negrura en su deambular incurable por la muerte, y cuya única salida, sugiere el pintor, es la espera eterna en el lienzo, hasta que la putrefacción acabe con todo y con todos en el último giro del planeta Tierra, antes de desaparecer tragados por el Sol. Mientras tanto ahí están, “presentes”, salvados del olvido, la gran virtud de la pintura, viviendo desde el instante de la representación bajo las inclemencias del tiempo geológico indultados como fueron del fugaz devenir de los hombres. Y sí, en El Boxeador la atmósfera es viscosa, difícil de soportar.

Conocida es por todos la paradoja del gato de Schrödinger (1935), ese gato “de la ciencia” que dentro de una caja cerrada está vivo y muerto a la vez, siempre y cuando jamás se produzca observación del fenómeno que lo condena o lo salva. Hecho este determinante, descrito con precisión newtoniana por Samuel Beckett: «El observador contamina lo observado con su propia inestabilidad[1]»; lo cuántico y el absurdo, hermanos de sangre. Al hecho que condiciona el que despojemos la teoría cuántica de todos los posibles estados físicos que concibe al unísono, para quedarnos con la observación de uno solo de esos estados, es decir, que podamos discriminar con claridad entre la vida y la muerte, por ejemplo, en la observación de cualquier fenómeno físico que le concierna al sujeto de análisis, se la conoce por decoherencia cuántica.

En El Boxeador (singular título cuando la escena la ocupan dos), un bravo púgil (Antonio Ruiz) acaba de tumbar en un ring de aspecto cenagoso a su oponente. Desconocemos si el nocaut ha sido fulminante, pero la situación de los personajes evidencia un combate desigual y sangriento. Las heridas en el boxeo siempre van por dentro, arraigan, o dicho a la manera de Alexander Kluge[2]: «las heridas mentales curan sin dejar señales, pero las heridas del cuerpo dejan la mente envenenada». Los que no concebimos decoherencia alguna en este asunto, sufrimos las “mentales” y las “del cuerpo” sin dar tiempo a disociarlas. Pero ciertamente, en el cuadro, hay un hombre dispuesto para la batalla, a pesar de que todo indica que acaba de librarla.

A la derecha, en el lienzo, la representación del triunfo, o algo parecido. En la mitad izquierda, el cuerpo desfallecido del perdedor: un caído; uno más. Ninguno de los protagonistas de la pelea ofrecen su verdadero rostro: Al caído se le oculta tras una toalla blanca ensangrentada, aunque aquí no se esté pintando un descendimiento, ni haya nadie que relate obras y milagros del ajusticiado, poco importa, el castigo recibido era parte del pago; al vencedor tras una máscara. El pintor fía la intensidad de la escena a la mirada perdida del ganador quien, cual Coloso, brazos caídos y músculos aún tensos, ocupa una posición ritual desafiante. No hay éxtasis ni engreimiento, no hay en él señales de soberbia ni desprecio, no cabe humanidad en pose tan desnaturalizada; el boxeo es noble, arcaico, veraz, pero ese rostro nos es familiar, desalmado, como de muerto. Mientras, en el suelo, tras las toallas sujetas por el referí y su entrenador, el perdedor puede que haya dejado de respirar con el último golpe directo al mentón. Por último, el muro rocoso que forma la masa, el público, liberada la adrenalina del combate, suponemos, cumplida la promesa del espectáculo (“Circo de Boxeo”, reza el papel que sostiene en la mano un espectador en primer fila), se nos muestra sin deseos de festejar, lo que no evitará que al contemplar la obra de Solana se perciba el augurio de una tragedia. Nadie exterioriza la felicidad compartida del triunfo; ni furia. Parece como si el cuadrilátero y el solar que lo acoge se hubieran convertido de repente en Catedral de la mezquindad.

El cuadro se apoya en un primer plano donde personajes salidos de La España Negra de Gutiérrez Solana, culebrean por los arrabales de la tela, dejando el centro geométrico de la composición al despojo de piernas inermes del vencido. Y no es casual que el personaje triunfal se apoye con premeditado estatismo, debido a la perspectiva, en las cabezas de dos personajes siniestros, duros, sin motivos para la confianza. De nuevo un extraño presagio: sabemos que el Coloso se tambaleará cuando la tierra bajo sus pies, sin aviso, lo quiera, y estos dos individuos de dudosa ralea harían temblar a todo un imperio. Pero tampoco esta certidumbre le impide jugar su papel. Allí está, al frente, erguido, suficiente, aceptando el reto de enfrentarse cara a cara con la muerte, a pesar de esa máscara que nos confunde.

Gutiérrez Solana simboliza en esta obra un enigma propio de los ritos sacros iniciáticos tan fecundos en el totemismo: Morir y resucitar. Vencedor y vencido comparten espacio pictórico; son el mismo. El ring es el lugar de celebración del rito donde triunfo y derrota es uno solo. Si hacemos caso a los estudios sobre estos «simulacros de muerte y resurrección» en los textos de J. G. Frazer[3], podemos deducir que el proceder de este ritual proviene de una creencia primitiva a modo de «intercambio de vidas o almas entre el hombre y su tótem[4]». En estos ritos practicados tribalmente la resurrección acontece inmediatamente después de la muerte. Para ello, el cuerpo del muerto simulado sufre amputaciones traumáticas –nada fingidas-, incluso el vapuleo del cuerpo a base de golpes por parte de los resucitadores, todo bajo un zumbido cuasi musical que evoca la génesis del monstruo devorador y criminal. El cuerpo reanimado posee, desde el instante del regreso, parte del alma de aquel que le dio la muerte, junto con el inmenso poder y sabiduría que otorga haber “regresado” del trance. El artista pone ante nuestros ojos lo que imaginamos sucede en la caja cuántica de Schrödinger: vida y muerte aconteciendo simultáneamente en un mismo espacio-tiempo, y al púgil desdoblado en triunfador y caído. Una regeneración necesaria que nos recuerda que evolucionar es morir muchas veces, y rápido. El pintor no es un ingenuo «de la muerte no regresa nadie», lo sabe, pero no está de más dejar un testigo, fantasmal, enmascarado, puede que traumado, un ser de otro mundo, quizás de otro tiempo.

Pero basta ya de mirar al púgil como si esperásemos de él una señal que alivie nuestro deseo de compartir su victoria para unirnos a la fiesta. Aquí nunca habrá celebración. Aquí no se espera el aplauso. Estamos frente a un Ídolo, nunca estuvimos ante un boxeador. Sus ojos miran por encima de nuestras cabezas sin querer coincidir con los nuestros, como las estatuas, como los maniquíes que Solana pintaba en sus vitrinas, en sus autorretratos, en todas partes, artefactos humanos animados por el pintor para contagiarnos el extrañamiento de vivir y la burla de morir. Antonio J. Sanchez Luengo[5] localizó en el Museo Arqueológico Nacional aquellas vitrinas, y puede que hubiese que ir allí de nuevo para rescatar a este héroe: su valentía; el arrojo; la tipología. La mirada perdida de este guerrero, el gesto adusto de su rostro desafiante, su torso desnudo entregándose inflexible para la lucha cuerpo a cuerpo hasta la extenuación, nos muestra que este boxeador no es un deportista: es un insurrecto.

Un insurrecto, cuya reveladora figura parece venir del más allá, alegoría de un tiempo pasado; demasiado expuesto para los tiempos que corren hoy en día; habría que prevenirle. Su ausencia de naturalidad está justificada: ha sobrevivido a la pesadilla de haber deambulado por la morada de los dioses, o entre trincheras sedientas de cadáveres en la guerra (la Primera Mundial no le quedaba lejos). Exánime en su rostro como el propio Solana se describía[6], el boxeador se ha rebelado contra sí mismo para que su boca no repita el “pensamiento” de Leopardi[7]: «Soy, pido perdón por la metáfora, un sepulcro ambulante, llevo dentro de mí a un hombre muerto, un corazón antaño muy sensible que ya no siente, etc». Eso que el propio Solana adscribiría para sí, muera con él. Nuestro luchador no desea vanos aduladores, solo compromiso y verdad. Este individuo bien podría ser una Marianne a la española; un ser necesario en todas las revoluciones que aspiren a serlo; con la mirada puesta en objetivos morales, no en el enemigo; dispuesto a la lucha infinita para encabezar sin miedo la insurrección de un pueblo y convertir la libertad en centro mismo de la vida; sin espantarse de la muerte, sucia traidora y novia de surreales mistificaciones y otras monsergas; Sin más armas que la inteligencia, la palabra, la dignidad, el amor, y la voluntad; municiones a recuperar en cualquier época para responder a la ignominia, sin que la naturaleza de los acontecimientos se convierta en nuestra mortaja.

Alentemos el cambio.

Queda solo dar las gracias a todos los que han permitido que este segundo número de Munición haya visto la luz: por lo textos a Francisco Gestal, Adrián Carra, Eva Torre, David Porcel y Jesús Andrés Esteban; por las imágenes, en un derroche de generosidad a Sergio Mora, y a su otra parte Lusesita; y como es lógico, a quien lo discute, organiza, y lo hace cuerpo, Miguel Sintes. Mi profunda gratitud a todos ellos por su confianza y valor.

Julio Hontana




[1] Samuel Beckett. “Proust” en Eh Joe y otros escritos. Monte Ávila Editores. Venezuela 1969, p.55.
[2] Alexander Kluge. Los artistas bajo la carpa del circo: Perplejos. Alianza Editorial Madrid 1972, p.16.
[3] James George Frazer. La Rama Dorada. Fondo de Cultura Económica, Madrid 1997, p. 776.
[4] Ibídem.: “La creencia primitiva en la posibilidad de tal cambio se patentiza en la historia de un cazador vasco que afirmó haber muerto por un oso, pero que el oso, después de matarle, le insufló su propia alma dentro del cuerpo de modo que el cuerpo del oso quedó allí muerto y él era el oso mismo, ya que estaba animado por el alma del oso.”
[5] Sánchez Luengo, Antonio J. Lo inquietante en Gutiérrez Solana: las vitrinas del Museo Arqueológico Nacional. Revista Museos.es [en línea].2009-2010, Nº 5-6 [fecha de consulta: 7 junio 2014]. Disponible en: ˂http://www.mcu.es/museos/docs/MC/MES/Rev05-06/Sanchez_Luengo.pdf˃
[6] Ángel González García. Pintar sin tener ni idea. Y otros ensayos sobre arte. Lampreave y Millán, Madrid 2007, p.226: “[…], entre «muertos cristalinos». Y es que Juan Ramón no exageraba al incluirlo entre ellos. ¿Acaso no había sido Solana el primero en declararse muerto? «Yo me he muerto, lector, creo que me he muerto», escribió en el prólogo de La España Negra. “Prólogo de un muerto” lo titula; y muerto, o dormido por lo menos, tenía que estar Solana para ver lo que declara haber visto en su viaje por España “muerta” más que “negra”, o tal vez “negra” por soñada en una noche de resaca.] 
[7] Giacomo Leopardi. Zibaldone de pensamientos. Tusquets, Barcelona 1990, p.270. 

FANZINE MUNICIÓN -primer número 2014-

MUNICIÓN (primer número 2014)


Munición ha nacido…






Despliégalo como un plano; indaga. 

Ízalo como el velamen de un velero; gobierna. 

Oréalo como bandera húmeda; perfuma. 

Haz, de nuevo, sonar el papel; restalla.



Munición hunde sus raíces en lejanas lecturas de juventud, muy especialmente en la metralla mordaz de El Imitador de Voces de Thomas Bernhard. Aquellas carcajeantes historias escondían para mi sorpresa una extraña combinación de palabras que, como una pócima, se revelaron en mi piel en forma de urticaria ideopática, a la que resistí entre risas en la sala de Urgencias de un hospital, mientras se ocluía mi glotis
después de que párpados y labios habían desaparecido bajo la hinchada y monstruosa piel de mi cara. La dificultad para respirar, la falta de oxígeno, el miedo a morir, la medicación y el abrasador picor dieron paso a un estado de confusión hipnótica en el que solo el recuerdo de aquellas páginas actuaba de calmante. En esas circunstancias, los enfermos y enfermeras con sus coreados lamentos y febril deambular, se convirtieron en el ridículo reparto actoral que daba vida a los relatos del austriaco, es decir, todo podía seguir latiendo discretamente para no llamar la atención de la muerte, siempre dispuesta a llevar a término lo que nosotros sabemos bien cómo ir aplazando, o colapsar sin aviso. Seguidamente, realidad y sueño amarillearon, di una aflautada bocanada de aire y me desmayé.

Desperté sin reconocer el lugar, sin dolor, sin importarme lo sucedido, pero vívidamente grabadas en mi memoria las secuencias de aquellos personajes y las municiones usadas por estos en la conquista de sus grotescas desdichas, que eran entre otras muchas: la turbación, la cólera, el desasosiego, la necesidad de Verdad, la restitución del orden, etc. A fin de cuentas, la necesidad de existir en este mundo evitando la colisión con los semejantes que, por lo general, de no producirse por medios contenidos y civilizados, se producirá por medios convulsos y naturales; inhumanos, diría.

El doctor jamás aceptó la posibilidad de que la lectura de un libro hubiese sido el desencadenante de la erupción cutánea que casi me mata. Él y su equipo culparon a un alimento en mal estado, y tras un breve periodo de estudio y observación me dieron el alta. Pero yo no tengo ninguna duda de la responsabilidad que algunas combinaciones de palabras tienen en el modo en que nos enamoramos, arriesgamos nuestras vidas, ocupamos la primera línea de batalla, descubrimos la belleza, o simplemente enfermamos.

 “Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa”. La cita de Marx, con su filo de bayoneta encabezando El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte (1851), atraviesa hasta nuestros días la carne de tres siglos, produciendo con su dentada incisión tragicómica un desgarro inoperable. Su vigencia es absoluta, salvo quizás porque la mueca que un escultor debiera tallar en la actualidad en nuestros rostros petrificados tendría que acompañarse de una caudalosa baba idiota cayéndonos por la comisura de la boca, sucia y viscosa debido a los herrumbrosos discursos y a tanta patraña estética.

En este “mundo fluyente (líquido) en el que nada puede ni podrá preservar su forma de manera durable”, solo cabe imaginarse un naufragio cuyo origen radica en la Modernidad, y al que debemos nuestra codicia por pertenecer al marasmo indiferenciado del devenir cotidiano que nos asola. La consecuencia ha sido arrastrar a toda la sociedad surgida del periodo que media entre la posmodernidad y el hoy, a “vivir sin fundamentos bajo condiciones de contingencia admitida”, a sufrir la actual “Incertidumbre, inseguridad y confusión”, los tres pilares sobre los que fundamenta Zygmunt Bauman la noción de “Ambivalencia” (Bauman, 2005). Es decir, esa manera de ser y estar en el mundo que, de algún modo, la vida posmoderna elevó a presente eviterno con la consiguiente licuefacción de las soflamas éticas y estéticas, que tanta
solidez pretendieron en la primera mitad del siglo XX.

En el horizonte, merodeando, algunos resistentes pensadores, desesperanzados personajes Beckketianos, apenas pueden reprimir ya su deseo de que la tan voceada revolución, encaminada a que la masa social incumpla su condición contemplativa y anestesiada, explote, a pesar de que en la deflagración perdamos el falso consuelo que nos procura la fantasmagoría hipertecnificada de la red. Una premonición que está cerca
de cumplirse en cada proclama y a la vez se aletarga en cada protesta cavando así un túnel hacia una sociedad errática e insatisfecha, únicamente belicosa ante la perspectiva que la enfrenta a la posibilidad de merma del deseo; tumoral concepto que se acumula en cada uno de nuestros actos como amodorrados descendientes de nuestro antepasado moderno, el literario Flâneur, ese diletante parisino que prefirió no percibir, siquiera en la lejanía, el sufrimiento y la inhumanidad inserta en la belleza de las cosas (W. Benjamin dixit).

A lo que habría que sumar la deriva globalizadora y el desgaste sufrido por las élites políticas y económicas en su empeño por mantener el despótico control, y cuyas estrategias de perpetuación pretenden contradecir el carácter fluyente de la propia sociedad que, desgraciadamente, parece aceptar esta coacción como vital predestinación.

El signo de los tiempos nos dice que la Red nos ha construido en tiempo récord en seres de apariencia reactiva, solidaria, comunal y crítica, una excelente Munición para enfrentar cualquier aventura. Puede que no se equivoquen quienes piensan que esta Pangea volátil que ambiciona la complejidad procedente de lo humano, que sufre de continuo un oceánico volcado de experiencia afectada por altas radiaciones de lo real en su purificada atmósfera, constituye el paso más evidente en la glorificación de la cultura. Pero nosotros pensamos también que es un estrato más al que deberse para soportar la falta de dignidad de esta claudicación silenciosa hacia la que nos hemos precipitado sin remedio.

Munición solo existirá en papel, en este papel, y usted lo hará desaparecer o conservará oportunamente, olvidando que en algún instante los dos coexistieron; se miraron cara a cara. Nos hemos acostumbrado a la superchería sin simulacro, hemos aprendido bien la lección del arte y la política, disculpen por tanto que Munición confíe en algo tan físico como siempre lo fue un dibujo con el dedo en la arena, o un doblez en
el papel.

Munición es solo lo que ve; solo lo que lee. Un Zine abierto a la colaboración entre disciplinas artísticas, literarias y filosóficas, una humilde galería portátil donde mostrar arte, reflexión y ensayo que en este primer número ha contado con la desinteresada contribución de todos aquellos a los que, profundamente agradecido, nombro a continuación: Manolo García, Nelly Muñoz, Constantino Gil, Adriana Bañares, Javier Sádaba, Ismael Ejea Hualde, Eduardo Rojas, Israel R. Citores, Carlos Zorromono, Claudio Hontana Muñoz y Jesús Andrés Esteban, pero muy especialmente tengo que agradecer el auxilio de Miguel Sintes, quien no ha dudado en desorganizar buena parte su vida para tratar de organizar la peor parte de la mía.

La munición está cargada.

Julio Hontana.